Aquí, entre gallos y medianoche, siempre me ha quedado la duda más grande que la deuda externa nacional. ¿Cuántos años cargas encima, criatura del ayer? Porque, si uno te mira de lejos, pareces una chibola loca, desenvuelta y más pilas que cargador chino; pero si uno se acerca con lupa, aparecen ciertos rasgos que contradicen tu eterna juventud, como cuando la abuela jura que tiene cuarenta y el DNI le grita setenta.
Tu cabellera
verde esperanza —que más parece verde desesperanza— ondea como bandera de
discoteca. Tus leggins apretados, con más huecos que presupuesto municipal,
dejan al aire el 70% de tus zancos, y tus poses de diva escandalosa harían
palidecer a cualquier Miss Universo de barrio. Y ni hablar de tu celular: lo
usas a full volumen, como si quisieras que todo el vecindario se entere de tus dramas
con el ex, el casi-ex y el futuro ex. Te quedas absorta, con la boca abierta
como buzón de correo y los ojos de carnero sacrificado, clavados en el fulano
que te toca acompañar. ¡Un espectáculo digno de Netflix, pero sin subtítulos!
-Lo que nunca
entendí es tu rechazo al huevo. Sí, al huevo. La última vez que te chapé
metiendo letra en el Festival del Libro, juraste que habías leído completito El
Capital de Marx a los quince años. ¡Por Dios, casi me lo creo! Pero apenas me
viste, tu explicación fue más rápida que meme viral:
—Choche, solo
fue por meter letra… pero me he soplado los cuatro tomos.
—¿En resumen
de Wikipedia, no?
—¡Arranca,
arranca! Que yo no seré tan chibola, pero me manejo mi culturita. Si quieres,
empezamos el boche. Aunque, mira, Choche de mi corazón, no quiero seguir porque
estoy con un dolor de mitra que me está sacando la…
—¿Y por qué
no te paso el huevo?
—¿Qué cosita?
Rebobina y métele remix… ¿Meterme el huevo a mí? ¡Tas loco!
—¿No sabes de la pasada de huevo?
—Of course…
cada mañana me paso un par de huevos fritos para el desayuno, por siaca.
—¡Ta! Bien
chapada a la antigua. ¿No que eras moderna?
—Yea, yea, mi
profe… no me vengas con tus wadas.
—Me refiero a
un remedio tradicional, un ritual de limpieza.
—¿Y qué
crees, que estoy mugre? Si acabadita me metí un duchazo.
—¡Para,
Flaca! Es limpieza espiritual.
—¡Sorry! Yo
pensé otra cosa… que querías aprovechar el momento, cogerte el huevo, digo,
tomártelo y…
—Neli, Choche, esto se hace con huevo de gallina, se pasa por el cuerpo y luego
se lee.
—O sea, además de meterme en la wada, ¿tengo que dar examen de lectura?
—No te burles. Es remedio ancestral, cura vibraciones negativas y quedas
como nueva, como chibolita.
—Otra vez con mis añales. ¡Olvídate! Tengo la edad que tengo… y si no te gusta,
¡Buenas noches, los pastores!
—Solo quiero ayudarte, que no sigas sufriendo con tus migrañas.
—¡Loca! Dilo
nomás. ¿Y tú eres chamán, brujo o simple aficionado? Porque de repente me
tiras…piedras…
—Así lo
quieras, ¡No! Con respeto lo hago, tengo experiencia y excelentes resultados.
Pregúntale a tu vieja y tus hermanas, que son viejas clientes mías.
—¡Plop!
Y ahí quedé,
como huevo duro en agua fría. Porque la Generación Z es así: se pintan el pelo
de verde, se visten como catálogo de huecos, se creen Marxistas de Wikipedia y
terminan confundiendo la pasada de huevo con desayuno continental. Son modernos
para el TikTok, pero arcaicos para el remedio casero. Se burlan de la
tradición, pero cuando les duele la cabeza, corren a Google: “cómo curar
migraña sin dejar de ser influencer”.
Al final, me
quedé pensando: esta chiquilla es la radiografía de su generación. Una mezcla
de Marx con memes, de leggins con agujeros existenciales, de celulares con
volumen de discoteca y de huevos… pero solo fritos. Y yo, pobre mortal,
intentando pasarle el huevo, terminé convertido en brujo de barrio, terapeuta
espiritual y payaso de Sofocleto. Porque, como dicen los sabios, “cada
generación trae su huevo”… y la Z lo quiere con tocino.
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