Como todas las mañanas, salí a buscar al Panetón, ese monumento nacional al colesterol y la flojera, que desde tiempos inmemoriales se dedica a lustrar carros con más devoción que un monje budista. Ahí estaba, como siempre, pegado a la Land Cruiser, esa nave que parece salida de una película de narcos con presupuesto. Impecable. Ni una mota de polvo. Ni una huella. Ni una paloma se atreve a cagarla.
—¡Hola,
Mister! Buen día… le he dejado como nueva… —me dice el
Panetón, con su voz de “me fumé tres llantas y un gato”.
—Como
siempre, Choche. Aquí tienes tu sencío… bien ganado. Oye, ¿qué sabes de los
choches del último piso? Dicen que…
—Se hacen
humo… como los anticuchos de la esquina. Dicen que están metidos en la…
—¡No! ¡Qué va
a ser! Más bien parecen buena gente… derechos. Han dejado sus cuatro camionetas
y tres motos en su playa respectiva…
—Sí, ya las
he visto… dos están más chancadas que matrimonio de quince años. Y ni siquiera
quieren que las limpie. Me miran feo, como si yo fuera el que les metió el
golpe.
—Pero… ¿son
gente buena, nooo? Al menos el caballero, que parece ser el papá… es serio… ¿Nooo?
—Serio y más
seco que pan de ayer. Ni los buenos días da. Los guachimanes no quieren ni
nombrarlo. Dicen que el viejo vino de la sierra mascando coca como si fuera
chicle y que se recurseaba en el Mayorista vendiendo huevos… de gallina, peee…
no te emociones.
—¿Y luego?
—Se apropió
de una granja, contrató gente, no les pagó ni con sonrisas. Trepó como político
en campaña. Y ahora, dicen, la está pagando.
—¿Está malito
el veterano?
—¡Malito!
Tiene más plata que Atahualpa antes de la emboscada. Pero parece que el
antimoño lo agarró y no lo suelta. Lo tiene como muñeco de trapo.
—¿Habrá
trabajado en una mina?
—En la
granja. Dicen que encontró dos tapados. Desde ahí empezó a comprar granjas como
quien colecciona stickers. Se llenó de plata. Pero el antimoño lo marcó. Y lo
peor…
—¿Ya no
quiere saber nada con sus huevos?
—¡Al
contrario! Traía huevos de otras granjas… que se malograban más rápido que
promesa electoral. No sabía cómo venderlos antes de que se pudrieran. Y los
vendía igual. A los colegios. A los comedores. A los suegros.
—¡Qué tontos!
Han debido venderlos al menoreo y le hubiesen faltado huevos…
—¡Eso sí! Le
faltaron huevos… pero los de él. No quiso contratar más personal. Y sus hijos,
más vagos que sombra en invierno, tampoco quisieron ayudar. Cuando el viejo
dijo que los iba a desheredar si no trabajaban, ellos, por lo bajo,
desaparecieron a las ponedoras. Las gallinas. Las únicas que sí trabajaban.
—¡Qué mala
pata del pobre viejo! Después de haberse roto el lomo…
—Pero eso no
es todo…
—¿Ahhh… hay
más?
—Vino la
gripe aviar. Tuvieron que matar lo poco que quedaba. Las aves se fueron al
cielo y los huevos al infierno. Y el negocio… al tacho.
—¿Se fueron
de precio?
—¡No! Se
fueron de existencia. Las granjas quedaron más vacías que promesa de año nuevo.
—¿Y qué saben
de la familia, de sus hijos?
—Dicen que el
viejo, en venganza, les hizo un caldito de gallina por tres días seguidos. Con
las últimas aves. Las que no estaban infectadas… o eso creían. Lo comieron. Se
relamieron. Y luego… uno se desmayó, otro empezó a hablar en arameo, y la hija
se arrancó las uñas como quien pela papas.
—¿Murieron?
—No. Peor. Se
quedaron. En el último piso. No salen. No hablan. No comen. Solo miran. A
veces, desde la ventana, se les ve mascando algo. Algo que no se mueve. Algo
que no respira.
Desde
entonces, nadie sube al último piso. Las camionetas siguen ahí. Chancadas.
Silenciosas. Como esperando. El Panetón ya no las limpia. Dice que no se
atreve. Que el antimoño no solo agarró al viejo. Que ahora vive en el edificio.
Que nos observa. Que nos espera.
Y yo… ya no
doy propina. Me la guardo para el exorcista.
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