Él, todavía con cara de “¿qué pasó aquí?”, temblaba de rabia como quien descubre que la sentencia tenía una condena. Se sentía estafado, traicionado y más usado que promesa electoral en campaña de otra gobernatura. Bajó del coche de seguridad con las manos enmarrocadas, como quien baja del taxi sin pagar, y entendió que sus sueños de mandamás en Perusalem se habían evaporado más rápido que los viáticos de portapliegos en viaje oficial.
Las puertas
del edificio se abrieron con un chirrido metálico tan solemne que parecía un
maullido moribundo. Dio unos pasos inseguros, como quien entra a un karaoke sin
saber la letra, y allí aparecieron unas figuras flotando con los brazos
abiertos. Fantasmas, sí, pero de esos que no asustan: más bien parecían electores
esperando que les caiga alguito.
El trámite
oficial fue rápido, porque en Perú lo único que funciona con puntualidad es el
internamiento. Cuatro subalternos embozados hasta las orejas lo escoltaban,
como si fueran extras de película mexicana. Y entonces, ¡zas!, tres figuras se
hicieron visibles con pijama de feria y cara de “ya te esperábamos,
compadre”.
—¡Lagarto,
Martincito, hermanón! —gritó el primero, con una botella con etiqueta azul en
la mano y el chullo a punto de caerse—. Ahora sí tenemos el equipo completo pa’
jugar póker de ases… aunque todos somos comodines…
—¡Hola,
Martín! —dijo el segundo, quitándose el sombrero como quien se quita la
dignidad—. Podemos arrancar esta misma noche… aunque falta poco pa’ amanecer y
tú ya vienes con sueños atrasados y esos bostezos casi nos tragan.
El Lagarto
abrió los ojos como quien ve la cuenta del restaurante y reconoció a los tres:
- Choledo, todavía con la mamadera etiqueta azul, brindando como si fuera
champagne.
- Cosito, preguntando si ya marcó tarjeta, porque hasta preso seguía en
planilla.
- Cholito Castillo, con sombrero de utilería y lápiz invisible, listo para escribir
la Constitución en servilletas.
—¡Lagarto,
hasta que te chaparon! —le soltaron a boca de jarro.
—¡Para, para!
—respondió él—. Yo nunca me corrí de la justicia… solo me escondí en
horarios de oficina.
—Pero
últimamente has estado de carpintero, ¿no? —le picaron.
—¿Carpintero?
¡Nica! —replicó—. Esas carpetas son fiscales, no de madera.
La
conversación se volvió feria de chismes: que si Ilian seguía vendiendo
antigüedades en Israel, que si Nadine en Brasil, que si los millones
desaparecidos como mago en matiné. El Lagarto juraba que estaba “de pasada”,
pero los otros le recordaban que su nariz crecía más rápido que presupuesto
inflado. Finalmente, el trío concluyó:
—Tranqui,
Lagarto. Mañana te leen sentencia y nosotros nos vamos al sobre. Tú, mientras
tanto, vas a cantar de frío y soledad… y terminarás prometiéndonos milloncitos
por compañía.
Y el menor,
como buen maestro de ceremonias, cerró la velada con su inglés de academia de
barrio:
—¡Hi, Lagarto! Welcome, bro…
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