QUERIDA LUCI:
No sé si estas palabras llegarán a ti antes que
el olvido, antes que el médico me declare oficialmente fósil humano o antes que
el último vendaje se funda con mi piel. Hubiese querido decírtelo mirándote a
los ojos, pero mis párpados están sellados con gasa quirúrgica y mi alma, con mucha
pena. Lo nuestro, Luci, no fue una historia de amor: fue una erupción volcánica
en forma de abrazo.
Aquel fin de semana —ese que empezó con vino
barato y terminó con intervención médica— fue el prólogo de nuestra tragedia.
Entramos a mi covacha como dos amantes clandestinos y salimos como dos cuerpos
fundidos por la pasión y la falta de ventilación. Tres meses encerrados,
alimentándonos de migajas, sudor y promesas. Tres meses donde el hambre nos
mordía los tobillos, pero tú, tú solo querías seguir pegada a mí, como si el
universo dependiera de ese contacto.
Y yo, Braulio, el ingenuo, el pegamento humano,
no supe decirte que el amor también necesita pausas, distancia, oxígeno. Cuando
intentamos separarnos, fue como arrancar dos raíces entrelazadas. Tres horas de
forcejeo, gritos, súplicas, y tú, aferrada a mí como si tu vida dependiera de
mi epidermis. No era deseo: era desesperación. No era pasión: era posesión. Y
entonces llegaron ellos… los médicos, los auxiliares, los testigos de nuestra
fusión carnal.
Diez profesionales, entrenados en trauma,
quemaduras y cirugía de guerra, no pudieron con tu amor. Nos encontraron en
pelotas, sí, pero también en trance. Tú gritabas mi nombre como si fuera un
conjuro, y yo solo podía emitir gemidos de dolor y ternura. El balde de agua
hirviendo fue su último recurso. Ochenta grados de separación. Y aun así, tú
seguías pataleando, aferrada a mí, como si el calor fuera tu idioma y yo tu
diccionario.
Ahora estoy aquí, en la Unidad de Quemados,
convertido en momia emocional. Vendado de pies a cabeza, con tres orificios:
dos para ver el mundo que ya no quiero ver, y uno para recibir papilla por
sonda. Me llaman “El Pegamento”, no por lo que fui contigo, sino por lo que soy
ahora: un hombre que no se despega ni del recuerdo.
El médico me visita a diario. No por compasión,
sino por curiosidad científica. Me pregunta por el lugar, por el ambiente, por
la comida. Quiere saber qué demonio químico permitió que dos cuerpos se
fundieran como metales en fragua. Yo le digo que fue amor, pero él anota
“síndrome de adhesión emocional con manifestación cutánea”. Me observa como si
fuera un espécimen, no un hombre que amó demasiado.
Luci…fer, si alguna vez lees esto, si alguna
vez te recuperas de tus propias quemaduras, te pido que no me busques. No
porque no te ame, sino porque temo que al verte, mi piel vuelva a abrirse, mis
vendas se deshagan y el pegamento se active. Lo nuestro fue hermoso, sí, pero
también fue una advertencia. El amor no debería doler tanto. No debería dejar
ampollas. No debería requerir intervención médica.
Y sin embargo, si algún día decides volver, que
sea con guantes, con batas de asbesto, con un contrato firmado por los bomberos
y una carta de renuncia al deseo desmedido. Porque contigo, Luci…fer, el amor
no fue fuego: fue incendio forestal.
Con lágrimas que se evaporan antes de caer, tu Braulio,
“El Pegamento”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario