Todavía estaba allí. Hundido. No en tierra, sino en algo más antiguo, más hambriento. El mausoleo no era una construcción: era una boca. Una boca de piedra y hueso que me había tragado sin ruido, sin testigos, sin tiempo. Cada intento por salir era como escarbar en carne viva. La reja oxidada no era reja: era costilla. Y el óxido, sangre seca. Cada fierro retorcido parecía moverse apenas, como si respirara. Como si esperara.
Las beatas
del pueblo decían que ese camposanto no tenía guardianes, sino dueños. Que los
muertos no dormían, sino acechaban. Que el mausoleo más antiguo no era tumba,
sino umbral. Que quien entraba, no salía. Que quien salía, no era el mismo.
Yo, idiota,
acepté la apuesta. Una noche entera dentro del mausoleo. Borrachos,
tambaleantes, mi amigo y yo cruzamos chacras y acequias como si fuéramos niños
jugando a la muerte. El mausoleo nos recibió con una hoja entreabierta, como si
supiera que veníamos. Entramos. Reímos. Bebimos. Luego… silencio.
Desperté
solo. El aire era espeso, como si respirara barro. Intenté salir. La puerta
estaba cerrada. No recordaba cuándo ni cómo. Me arrastré entre lápidas rotas,
entre huesos que susurraban. Cada intento por alcanzar el gozne era una
tortura: el metal me quemaba, como si tuviera veneno. Algo tibio y viscoso se
deslizó por mi tobillo. ¿Sangre? ¿Lodo? ¿Otra cosa? El sudor frío me empapaba.
Sentía que me deshacía. Que mi cuerpo se volvía tierra. En mi delirio, vi
luces. ¿El amanecer? ¿La muerte? No lo sé. Con un último esfuerzo, tomé el tubo
macizo y lo corrí con toda mi alma. Luego… nada.
Una semana
después, mi amigo me contó lo que él vivió:
—Después de
la apuesta, salimos abrazados, tambaleando. Nos caímos mil veces. Llegamos al
cementerio por las chacras de atrás. El mausoleo estaba como siempre: abierto.
Entramos. Bebimos. Reímos. No sé cómo salí. Desperté en la chacra posterior,
con la cabeza como tambor. Volví al cementerio a buscarte. Pero la puerta del
mausoleo estaba cerrada. Con candado. Te busqué por todos lados. Nada.
Mientras
caminaba entre las cruces, escuché murmullos. Bajos. Leves. Luego más fuertes.
Decían: ¡Ahí no! ¡Por gusto! ¡Vete! Me detuve. Pensé que era el viento.
Pero no. Venían de los nichos rotos. De los ataúdes colgantes. Vi sombras moverse.
Vi dedos huesudos asomarse. Escuché voces: ¡Él es de aquí! ¡Vete! ¡O te
quedas en su lugar! Corrí. Tropecé con una cruz de infante. Caí de bruces
junto a una sepultura recién abierta.
Y ahí estabas
tú.
Tu cuerpo. Tu
rostro. Tus ropas. Todo tú. Pero muerto. Sepultado. Como si hubieras estado
allí desde hace años. Como si nunca hubieras salido. Como si el mausoleo te
hubiera tragado, digerido y escupido como ofrenda.
Intenté
gritar. Pero el aire se volvió barro. Las lápidas se reían. Las cruces se
torcían. El cielo se cerraba. Corrí. No sé cómo salí. No sé cómo sigo vivo.
Desde
entonces, nadie se acerca al mausoleo. La hoja entreabierta ya no existe. El
candado está oxidado, pero firme. Las beatas rezan más fuerte. Las leyendas
crecen. Dicen que el cementerio no acepta visitas. Que el que entra, se queda.
Que los muertos no están solos. Que buscan compañía.
Y yo… yo no
duermo. Porque cada noche, escucho tu voz. Desde la tierra. Desde el mausoleo. Desde mi culpa.
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