Cada noche,
Ramiro entraba como sombra ardiente a la casa de Maribel. Esa vez, borracho,
erró de puerta y se metió en la cama de Clotilde, la suegra que lo odiaba. Al
amanecer, ella despertó sola, sudando frío, con la bufanda roja del yerno
enredada en su cuello. Nadie creyó su historia. Desde entonces, Clotilde duerme
con tijeras bajo la almohada. Ramiro nunca volvió. O eso cree ella.
Pero el
pueblo murmura. Dicen que Clotilde fue vista una semana después caminando por
la quebrada, hablando sola, con la bufanda roja atada a la muñeca como si fuera
un talismán. Algunos aseguran que la vieron cavando en el huerto de los
González, donde nunca creció nada. Otros, que la escucharon cantar coplas
antiguas, esas que se entonan cuando se vela a los muertos.
Maribel, la
esposa de Ramiro, lloraba en silencio. Nadie supo si por la desaparición del
marido o por el silencio de su madre. La casa se llenó de moscas, como si la
ausencia de Ramiro hubiera dejado una grieta por donde se colaba la
podredumbre. El perro dejó de ladrar. El reloj de péndulo se detuvo a las tres
y cuarto, la hora en que Clotilde despertó con la bufanda al cuello.
Una noche,
Maribel encontró bajo la cama una caja de madera. Dentro, había fotos de Ramiro
con mujeres desconocidas, cartas escritas con tinta verde, y un mechón de
cabello que no era suyo. Clotilde negó saber de la caja, pero sus manos
temblaban como hojas secas. Maribel la enfrentó, y por primera vez, Clotilde
habló.
"Él vino
a mí como un castigo. No era hombre, era sombra. Me susurró cosas que no eran
de este mundo. Me pidió que lo escondiera, que lo salvara de sí mismo. Yo no
pude. Yo no quise."
Maribel huyó
esa noche. Se fue al pueblo vecino, donde nadie la conocía. Clotilde quedó sola
en la casa, con el reloj detenido y las tijeras bajo la almohada. Cada noche,
el viento traía el olor del aguardiente y el sonido de pasos descalzos.
Un día, los
niños del barrio encontraron en el río una bufanda roja, enredada en las ramas
como si el agua la hubiera escupido. La llevaron a la comisaría, pero nadie
quiso tocarla. El comisario la quemó, y esa noche, Clotilde gritó como si le
arrancaran el alma.
La casa fue
clausurada. Nadie volvió a entrar. Pero a veces, cuando el sol se pone y la
quebrada se tiñe de rojo, se ve una figura en la ventana, con tijeras en la
mano y los ojos como brasas.
Dicen que
Ramiro nunca se fue. Que vive entre las paredes, que se alimenta del miedo de
Clotilde. Que cada noche, cuando ella cierra los ojos, él se desliza bajo las
sábanas, como sombra ardiente, como castigo eterno.
Y Clotilde,
la suegra que lo odiaba, ya no duerme. Solo espera. Porque sabe que el amor,
cuando se pudre, no se va. Se queda. Se arrastra. Se ríe.
Y cada vez
que alguien pregunta por Ramiro, el viento sopla fuerte, como si el pueblo
entero quisiera olvidar. Pero no puede. Porque hay cosas que no se entierran.
Hay sombras que no se evaporan. Y hay bufandas rojas que nunca dejan de
apretar.
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