La única solución que me quedaba era ponerme a trabajar, pero, en serio, de verdad; porque hasta ese momento, con mis tiernos treinta añitos a cuestas, salía todos los días en pos de conseguir alguna chambita acorde con mis regulares aptitudes, pero usualmente sucedía que, al tener firmes y espectaculares expectativas, tenía que abandonarlas cada cinco de la tarde, después de haber sido sacado a rastras de la cama y llevado a empujones hasta la ducha, para luego ser cambiado de ropa (a la fuerza) entre mis viejos, mi abue y mis dos tías.
Bueno, en realidad, todo era para mí una cuestión de
principios, pues según mis profundas convicciones laborales “Solo los burros
trabajaban” y no podía traicionar aquellas sólidas columnas morales y éticas sobre
las cuales descansaba a pierna suelta de lunes a domingo antes que convertirme
en una bestia de carga (para la familia); aunque estaba convencido que era un perfecto asno, flojo y terco, quien
apenas sentía a una cuadra la palabrita “trabajo”, se me escarapelaba el puerco
y automáticamente entraba en unas grandes depresiones anuales; las cuales
generalmente empeoraban con el inexorable paso del tiempo.
Felizmente; digo mejor, desgraciadamente, para poner remedio al asunto,
primero intenté ingresar a la Escuela de Medicina Humana, tal como me
aconsejaban mis engreidoras tías, por cuanto consideraban tener en casa un gran
galeno en ciernes; pero por cinco veces terminé con el puntaje un poquito
rezagado (a la cola), pero no debería perder la confianza ni la autoestima; así
que las sexta, sétima y octava lo hice en Odontología. Tampoco pude llegar a
media tabla. Después volví a intentarlo en las 20 Ingenierías y tampoco. Tal
vez sería una escondida aversión a las ciencias de la salud y a los números; así
que por último (advertencia de mi viejo) postulé a Psicología.
En ese largo y amado interín, había caído entre mis garras, a pesar de
mi evidente odio hacia la lectura, un viejísimo libro con el lomo raído y las
tapas hasta las tapas, que una de mis tías lo guardaba muy, pero muy celosamente
debajo de su almohada, primorosamente forrado y al que le había sobrepuesto
como un gran título en la pasta: La Santa Biblia. Pero llamaba mucho nuestra atención
que, con su lectura casi escondida, de trecho en trecho se relamía los labios,
mostraba un pequeño temblor y algunas veces parecía convulsionar hasta caer
rendida. Lógico que esto no podía quedar en el anonimato. Una tarde, para mí, a
las cinco (ya saben, no podía ser más temprano), despareció el camote de la venerable
y hubo otra Revolución de Octubre en casa; gritos, acusaciones, peleas y
enojos; pero de aquella biblia no se supo jamás. Cuán grande sería mi sorpresa
al abrir la pasta interior de ella y leer: Memorias de una Pulga.
Si bien este título no era tan acogedor en un primer momento, con el
discurrir del texto pude tener un primer acercamiento positivo e interesante
hacia la lectura erótica y esto, a la vez, constituyó la búsqueda de otros
estudios sexuales hasta desembocar en algunos aspectos relacionados con el
Psicoanálisis y así traté de meterme de cabeza en estas teorías que me
indujeron al estudio de la Psicología, pero, ahora, con una gran diferencia: el estar convencido
de haber descubierto una proclividad absoluta al estudio, conocimiento y dominio
de las diversas maneras de sentir, pensar y comportarse del ser humano empeñado
hasta el delirio en conocer sus intimidades chancatorias.
-Y Pepito… ¿cómo te fue en el examen de ingreso a Psicología?
-¡Solo pude alcanzar el 7mo. Puesto!
Y, la verdad, todo iba de lo más bien, a pesar de parecer más un profe
y el primer día de clases, apenas ingresé al salón, absolutamente todos los cachimbos
se pusieron en pie…
-Tranquilos, choches, que soy uno más de ustedes…
Como dije, todo iba de lo más bien… hasta… el tercer año, justo cuando
deberíamos haber empezado las prácticas clínicas, y hasta ahora no sé cómo el
Jefe de Prácticas se enteró que le había puesto el chaplín de “El Eratosteronas”,
porque siempre tenía la muletilla: eso era… aquello era… todo era; y yo mismo “era”
desaprobado por tres veces seguidas en la misma asignatura y tuve que
retirarme.
Sin embargo, había quedado obsesionado con las prácticas del hipnotismo
y de hecho empecé a practicar con el gallo de la casa y después de tres pases
mágicos, cuando estaba seguro de haberlo dormido, el muy bestia saltó, me dejó
sordo con su imprevisto aleteo en plena cara y casi me destroza la nariz. Son
gajes del oficio, -me decía- y continué mis prácticas con todos los animales de
mi jato. Por fin logré dormirlo a mi fiel “Bobby”, pero apenas despertó, me
desconoció y tuvieron que meterme 20 puntos en el cachete y no pude sentarme un
buen tiempo. Sin perder la fe en mis aptitudes, el paso siguiente fue con mi
abuelito, quien luego de marrarlo en su silla de ruedas, pude convencerlo
amablemente y logré meterlo en la sesión, más al intentar hacer con él una
regresión, creo que se me pasó la mano y el pobre pudo despertar después de dos
días en el hospital.
No obstante, después de algunas escaramuzas no logradas a plenitud, por
ejemplo, cuando traté de hipnotizar a mi loro, para lograrlo, utilicé el
reforzamiento positivo y cada vez que cerraba sus ojitos lo premiaba dándole
granos de maíz. Lo único malo fue que repetía y repetía todos los comandos que
yo le daba. No lo pude advertir y no reparé en qué momento quedé totalmente
hipnotizado.
Después de tres días han querido enterrarme, solo cuando mi viejita
quiso despedirse pudo darse cuenta que todavía respiraba.
En realidad, no sé a ciencia cierta lo que hayan hecho, pero solo sé
que hay una anciana muy enjuta, agachadita y que me mira feo de reojo. Todos
los días me baña a las tres de la mañana muy escondidos entre los chilcales del
Chili y afirma a cada rato, que el tratamiento debe continuar por tres meses;
que si se deja de realizar un solo día, voy a quedar durmiendo eternamente; así
que voy a iniciar el estudio de la autohipnosis y le voy a enseñar a la
venerable… toda vez que suelte la escoba y me cambie su varita mágica por mi
Manual de Hipnotismo a Distancia.
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