Siempre me habían dicho que, este, su choche de choches, poseía unas cualidades histriónicas excepcionales, sobre todo, a la hora de hacer pasar piola un olvido (especialmente, de pago), presentar una increíble excusa (por reiterada ausencia); o simplemente hacerme el loco y luego tratar de convencer que aquellos malditos descalabros míos eran una “pérdida insignificante”, sacando a relucir mi especial cara de santo arrepentido, tan bien estudiada, socorrida y atrevida, que los ofendidos, agraviados o los innúmeros choches afectados, por lo general, terminaban rajándome por lo bajo: “¿Con qué saldrás ahora mi “Teniente Gamboa”? En clara alusión al excelente actor de teatro Gustavo Bueno, quien hizo de dicho personaje en el film nacional basado en la narración titulada La Ciudad y los Perros de MVLl.
Bueno, y aclaro que, no es que
hiciera caso a esas constantes mentadas… de maternal referencia sino que lo
hacía por mis simples y vanas cuestiones existenciales que me obligaban a disponer
de… digamos, una permanente y absoluta carencia de liquidez y no hallé mejor motor
y motivo que aceptarla a regañadientes, aunque dada su larga data, finalmente…
opté por asistir a un taller de teatro experimental (gratis, of course), con el
fin de ganarme alguito… como el de hacer eco a mis ponderadas aptitudes histriónicas
tan señaladas que terminaron por convencerme hasta lo más hondo dal mio cuore;
y además, solo para cumplir mi inexorable destino, el de ser un verdadero
actorazo, sabiendo que solo contaba con mis juveniles 29 añitos; eso sí, haciendo
resaltar mi fuerte personalidad: solo 29, pero plenos de libertad, sin ataduras
a horario alguno, ni tener que sacrificar algún segundo que no fuera para pasarla
a puerco de rey y vivir la vida como todo un dandy propio del Top Set.
Llevaba tres meses en las
prácticas de dicho taller y solo la presencia de un potable material A-1, me
obligó (cosa muy rara en mí; aclaro, la obligación), asistir como un relojito nuevo;
sobre todo, porque justo en dichos momentos, el director me asignó ser el remplazante
más apto para desempeñar el papel masculino protagónico en la obra y las
escenas románticas me estaban saliendo de rechupete: pero, como todo lo bueno
en la vida es fugaz y estando a punto de culminar dichas prácticas, pues ya
estábamos a poco de estrenarla en la siguiente semana, cuando desgraciadamente,
llegó el primer actor, quien tenía un amplio y reconocido papel principal en todas
sus actuaciones.
-Mira, querido George, yo sé
que te has esmerado en cumplir a cabalidad el remplazo, pero… solo nos queda el
papel de soldado; no te preocupes por el parlamento que es corto… pero la
escena es muy importante en la trama de esta obra, así que…
-¡No importa, señor
director… estoy convencido que voy a triunfar en las tablas… ¡confíe en mí!
El asunto relativo a mi nuevo
papel era por demás fácil: solo tenía que ingresar al inicio del Segundo Acto,
justo después de correr el telón y en medio de ese oscuro escenario, destacaba
la escena de una habitación en penumbras, con un féretro alto y negro colocado al
centro, escoltado por la luz mortecina de cuatro cirios que parecían llorar y sus
alargadas sombras imprimían una mayor sensación de terror y espanto. Yo, debería
ingresar pausadamente, mientras un fondo musical hacía sonar unos acordes por
demás lastimeros y fúnebres para tener más atrapados a los espectadores. Me
acercaría pausadamente haciendo ver mi expectante curiosidad, luego destaparía
la tapa de vidrio y así, me asomaría más para comprobar que supuestamente ella,
la heroína, estaría allí reposando eternamente. En ese momento tan aciago,
pronunciaría un parlamento muy corto: -¡Ohhh…Dios mío: un cadáver! Mostrando
mucha pena y desconsuelo con mis exagerados gestos, para señalar abiertamente
mi desconcertante sorpresa sufrida frente al supuesto cadáver.
El día del estreno, me tomé un
mate de manzanilla, por si el miedo escénico a última hora se desbordara y
fregaba todo lo conseguido en el Primer Acto; efectivamente, ya en pleno
desarrollo de la publicitada obra, al término de dicho acto, algunos
espectadores, muy impresionados, se pusieron en pie y aplaudieron a rabiar hasta
el cierre de telón.
En ese interín, entre el primer y
segundo actos, se me acercó mi linda y joven hija de la protagonista y me dijo:
-¡Mi querido George, hoy día;
mejor diré, esta noche, tú te consagras como actor de primera línea…
¡Tranquilo!
-¡Sí, pueee… ¡todo tiene
que salir OK! -replicó el director; porque esa tu escena es primordial…
Una vez vestido con todo mi
atuendo, metido en mi coraza y con mi lanza en ristre, me aproximé lentamente
al cajón mortuorio colocado encima de una mesa extensible de metal opaco. Los
cuatro cirios estaban chisporroteando y el gran Crucifijo colgado en la parte
superior, parecía estarme hablando amargamente debido al juego de luces y sombras
proyectadas sobre sus labios y sus ojos cobraron vida; todo ello, un tanto que
me sacó del quicio. Luego, junto al supuesto cadáver yacente, levanté de a
pocos la pesada tapa y con mucha sorpresa pude ver… Sí, yo vi que ese cadáver
estaba muy amarillo, con unas grandes ojeras… parecía despedir una faz esquelética,
tiesa; horrible y no movía ni una sola pestaña. Me quedé helado y esperé
algunos segundos para comprobar que realmente era un cuerpo sin vida. Lleno de
temor y espanto metí una mano y estaba más helada que una loza de cementerio. Se
esfumó mi parlamento, no pude más y exclamé a viva voz:
-¡P. M. esta muerta… está
muerta de verdad!
Y tuvieron que prender las luces,
porque yo salté del escenario, salí corriendo; digo, volando con mi lanza en
mano; más espantado que un demonio y seguía gritando dicho parlamento por plena
mitad de la platea y los asistentes, asustados, me siguieron en mancha,
contagiados por el extraordinario realismo de mi primera y última actuación.
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