Una vez más sabía que aquel conjunto de espantosos momentos vividos recientemente obligaron a despertarme apurado, con los ojos cerrados y con el pichi a punto de reventarme la vejiga; también que al hacerlo estúpidamente por el lado opuesto de la cama, encontraría una recia pared de cemento y con un metro de espesor, la cual me hizo despertar de un solo golpe; para luego volver a caer groggy cuan larga y pesada tabla, por un tiempo impreciso; pero, apenas logré abrir los ojos, pude comprobar que estaba completamente desnudo y con media cara metida en plena bacinica full orines. Con razón estaba soñando mi triunfo holgado en los cien metros estilo pecho. Quise recuperarme un poco y traté de buscar el botón para prender la luz eléctrica, sin reparar que todo mi puerco estaba chorreando orines por litros. El corto circuito me ha zampado casi a nivel de techo y solo supe que estaba sobre el ropero cuando quise dar un paso a tientas y caí como un saco de plomo sobre la cómoda, donde los múltiples cortes me recordaron que allí había levantado un pequeño altarcito con varias imágenes de vidrio que aún las están buscando denodadamente.
Todavía convencido a medias de la mala suerte que me mandaba encima,
traté de ubicar mi celu, para poder obtener un poco de luz y claridad en mis
ideas; pero el muy desgraciado estaba sacándome cachita, guiñándome una débil
lucecita de color rojo, señal de cero batería. No puede ser cierto tanta mala
pata -decía- y para comprobar que realmente sería un día de miércoles, estiré
ambos brazos y traté de recordar la ubicación de los objetos cotidianos para no
tropezar con ellos; más apenas di un par de pasos, al toque, pensé en disponer de
un perro lazarillo en ese mismo momento y ¡zuácate! El puerco se vino abajo al enredarme
en un gigantesco banco antiguo de madera y me pareció otro, pero de diez pisos
y con elevador, porque mi instinto hizo que tratara de saltar en la oscuridad y
fui a dar de bruces contra la persiana que tapaba la ventana abierta y terminé desbarrancado
en el primer piso.
No sé realmente cuántas horas, minutos o días he permanecido
inconsciente, como un costal de huesos. Lo cierto es que, a medio día, me
cuentan, apenas me vieron, pensaron en el Banco de sangre, no por la cantidad
expulsada, si no por la necesidad de hacerme una serie de transfusiones, pues
aparte de permanecer doblado en ocho sobre la baranda de fierro, no mostraba
signos vitales y solo me quedaba un pobre color amarillento- blancuzco, propio
de un moribundo candidato seguro a convertirse en fijo esqueleto.
Para colmo, en casa, trataron de conseguir una ambulancia y la central
de los hospitales no contestaban, la de los bomberos, estaba atendiendo un pavoroso
incendio (así dijeron), y la de los del serenazgo estaban buscando Covis-party
para tener un poco de diversión. Menos mal que por allí pasaba un camión de la
baja policía y a regañadientes aceptaron pegarme una jaladita al Hospital
Geriátrico, ya que los demás nosocomios estaban superpoblados.
Ya he contado 19 días que estoy metido en un largo traje hecho a
tiritas para hacer juego con mi posible esqueleto; esto de posible es recontra
cierto, en tratar de armarme todavía están demorado cerca de quince días, por
la ensalada ósea que recibieron. Solo me han dejado tres aberturas arriba y dos
abajo. Cómo seguiré de piña que las tres enfermeras encargadas de vendarme de
la cabeza a los pies, mientras una estaba empeñada en hallar mi órgano, las
otras se jaraneaban y como jugando con las aberturas, me las dejaron
inicialmente en la parte de atrás y no pude hablar ni respirar por muchos
minutos:
-¡Mira, Marita, por fin lo encontré! Yo creí que estaba muerto…
-¿Y para qué diablos crees que lo estamos armando a este
rompecabezas de hombre?
-¡Si está vivito y coleando!
La única dificultad que aún persiste es cómo salir de este estado de
mala pata. Pues este medio día, justo después del cambio de guardia, otro grupo
de enfermeras, apenas me vieron tranquilito en mi camita, seguro pensaron:
¡Este choche ya fue! E inmediatamente, me subieron a una camilla y por poco me
llevan al depósito de cadáveres. Menos mal que se han compadecido y me dejaron
en un pasadizo de la Sala de los finaditos, pero creo que solo es por costumbre
llamarla así.
Más creo ver una leve luz al final del túnel porque a lo lejos
veo que viene un sacerdote, provisto de una estola y un librito negro entre sus
manos en actitud de oración; además, está trayendo agua bendita… Creo que va a
cambiar mi suerte… ¿No lo creen ustedes?
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