Si mal no recuerdo, ya vamos por los nueve meses de total y espantosa reclusión que me tiene refundido en mi jato como un apretado caracol, loco hasta la babosería absoluta ante la presencia de una pista de tierra a las 12 m en pleno sol; pues, al sufrir de mañaneros ataques infartables, luego del despertar viendo a mi lado la misma máscara de Halloween apenas abro las persianas; de continuar rumiando arroz, fideos y agua; además, de estar a punto de explotar por arriba y por abajo, por delante y a cada rato, por pegarme una escapadita. Soy consciente que a estas alturas la desesperación la tengo en un 99.999% y a punto de explotar por tentar una huida urgente y dada su profunda gravedad, me deja pocos momentos de lucidez, porque tengo una sola fijación: pegarme una escapada de la gran flauta.
Si inicialmente, por abril, la cosa era tan solo una repentina molestia
y por algunos momentos me hacía suponer que era vivo retrato del querido Tío
Vlady, enjaulado; del “chino Fuckingmore”, escribiendo echado, o en el mejor de
los casos, Julian Assange, viendo encanado la serie El Fugitivo; hoy, la
maldita reclusión, ha crecido y ya es toda una señorita joda que no solamente atormenta
día, noche y madrugadas, que me tiene a punto de hacerme resbalar en la peor de
las depres y, la verdad, ya no puedo resistir; pero como no hay mal que dure
cien años ni puerco que lo resista; acabo de tomar una firme e indeclinable decisión:
al igual que el Conde de Montecristo (en su peor versión local), hoy mismo, me
escapo; solo que todavía no encuentro el fiambre para remplazarlo en la bolsa
mortuoria; pero confío en la Covid 19.
Pero, (siempre hay un pero de
repuesto), en las últimas semanas de marzo, y las de abril y mayo, seguía
cumpliendo rigurosamente con mis abluciones y demás ritos esenciales que la
higiene y las buenas costumbres reclaman, piden y no aguantan, pasado un par de
días: comer como un chancho, mirar TV hasta aprenderse de memoria las repetidas
series, con sus personajes y mismos diálogos que me llegan hasta el Coxis. En tales
momentos, solo me quedaba tomar un imaginario crucero por demás original y
gratis, pero crucero al fin: cruzar desde mi socorrido lecho de plumas, (en la
imaginación), hasta la cercana cocina y luego, al diminuto baño; más allá, estaban
los confines de mi universo, tanto por las suaves y certeras advertencias
recibidas -palo e mano- en la mañana, tarde, noche y madrugadas (pues no
conciliaba el sueño, ni con 20 diazepanes al hilo, con un mate de manzanilla,
más una docena de alprazolam). En los meses siguientes, parece que recién
tuvieron efecto retardado aquellos somníferos acumulados en largas jornadas y
produjeron un cambio fenomenal: ahora, no solo parecía; era todo un perro
viejo: no andaba; me arrastraba; además tenía la apariencia de un gorila por mi
continuo decaimiento y los brazos me llegaban a los tobillos; había bajado 20
kilos de peso y dejé de luchar con mis buenos hábitos: el cabello andaba todo
él, hirsuto y la barba había crecido desmesuradamente hasta besarme el pipute (ombligo,
para la gente nice); mi ropa se había convertido en sotana, mengana, sábana,
colcha y sumatra, carpa; ya no tenía zapatos ni zapatillas, las habían
transformado en las sandalias del
pescador… del pescador de abulia permanente, de flojera consumada y de inacción
crónica: parecía una versión alucinante, estrambótica y por demás contraria de
mi otro yo. En suma, parecía ser otro... perro mojado, apaleado y encadenado.
Una vez en la calle, empecé a mirar todo y a todos; semejaban seres
venidos de otro mundo: Yo Robot -me decía. Por primera vez veía policías en las
calles, bomberos, militares diversos, serenazgo y agentes municipales que
querían trabajar. ¡Qué raro! Debo estar en otro país… Ya iba a regresar a mi
jato, cuando una lucecita dentro de mi cerebro se quiso prender: ¡Ya sé, voy a
la casa de mis hijos! No podía haber tomado una mejor decisión, pero…
-¡Oe, viejo… todo lo que tengas, dame! Ete fierro ta´recontra
cargao, ¡apura, viejo… o quedas frío aquí!
Y quedé no solo frío, sino, helado. Mi mochila y mis 50 solcitos -por
siaca, volaron y me quedé hecho un témpano. Recobré el aliento e iba a cruzar
la esquina, cuando solo sentí un huracán rozándome mi raído traje y que me
gritó: -¡Sal del camino, mierda! Ta´que no vuelvo a salir -me repetía.
Como estaba cerca a la casa de mi hijo, decidí pegarme un saltito por allí.
Toqué el timbre en forma repetida y no había respuesta alguna. Me iba a retirar
cuando traté de tocar nuevamente, pero esta vez, salió por detrás de la reja, un
feroz dóberman que saltó y me mordió la manga de mi fino blazer que se caía con
el viento y me la sacó de cuajo. Repuesto del incidente, vi que una pequeña
cabecita se asomaba por el balcón del segundo piso:
-¡Oye…viejo, ¿qué quieres?
-Hola hijito, guarda a tu perrito y llama a tu papá o tu mamita…
Soy tu abuelito, Benedicto… ¡Anda, diles…!
Al rato, salió mi hijo. Me miró detenidamente y con mucho reparo, solo
me hizo entrar y me invitó a sentarme, tampoco reparé que la silla estaba
recién laqueada, pero se veía muy bonita. Había transcurrido un buen rato y
solo me estaba conversando solano en la sala y nadie salía. Escuché un fuerte
grito que venía desde el fondo:
-¡Fuera de aquí, perro!
No tuve más remedio que dejar medio pantalón pegado en la silla y
temeroso, me retiré; pensando cuánto había cambiado en mi aspecto y todo por
querer escapar del confinamiento…
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