El asunto era de suma urgencia y corriendo fui a
sacar mi feroz bochito, seguro que este fiel carrazo de los 60´s, estaría como
un boyscout: siempre listo; ya sea para volar sobre pista, tierra, empedrado;
rocas y huaycos o chimbando aquellos grandes aniegos que en época de lluvias le
llegaban hasta el motor; pero este, mi campeón, tan solo tosía un poco, mandaba
un par de disparos por el escape y el desgraciado seguía como si nada. Más de
cinco minutos estuve para tratar de abrir su puerta, y el asunto parecía Misión
Imposible X: no encontré su maldita llave y traté de forzar violentamente la
manija y solo logré quedarme con ella en la mano. Después de media hora, cabizbajo
y silbando quedé hecho un completo estúpido; luego, pude recuperar un poco de
lucidez y recurrí a mis dotes de choro; metí una varilla plana por una de las
ventanillas, jalé… y todo el vidrio se me vino abajo, con el agravante que solo
conseguí arrancar una manga de mi camisa nueva hecha jirones y dejar medio kilo
de brazo colgado en la ventanilla.
Pero logré mi propósito; una vez en el asiento del
fercho, respiré muy hondo para conseguir un poco de tranquilidad y mucha esperanza.
Metí mis dos manos por debajo del timón y arranqué los supuestos cablecitos
ligados al encendido, los junté de mil maneras; los amarré, los hice pelear entre
mis dedos y… ¡Nada de nada! Los limpié con un poco de gasolina y volví a
intentarlo por veinte veces más y ¡tampoco! Todo el asunto se puso muy oscuro y
para tener una visión más clara de lo que estaba haciendo, encendí un fósforo…
y fue el acabose. Pues no solo se incendió la nueva tornamesa y los parlantes
recién colocados; sino, que mi pantalón y el bóxer, también se habían empapado a
forro del volátil combustible. Un poco más y me quedaba sin descendencia.
-¡Pero… José, ¿por qué quieres incendiar el
pobre carrito? Si todavía sirve… ¡Qué animal eres!
-¿No ves que el incendiado so yo? ¡Tengo que
hacerlo funcionar!... Animal…de…
Salí del carro, me senté en el suelo; aún
chamuscado y humeando, asumí una postura esperanzadora de consumado yogui. Cerré
los ojos, respiré profundamente y traté de concentrarme antes de tomar una
decisión inmediata. Pero eso de llamarme animal me dejó cabiznegro y requetecojudo…
Sin embargo, -se me prendió una bujía-, ¿porque no me voy montado en un animal?…en
una bestia?… un caballo o un burro? Y al toque se me vino la imagen de mi
primo; pero no, eso no es posible… esa bestia está demasiado flaca para cargar
120 kilitos… Mejor cojo mi bici, ayudo a la conservación del medio y mi propia
integridad, puesto que me había comprometido llevarla al hospital a mi posible
cuñada, una aprovechada muchachita talla XXXL, con algo más de 40 abriles,
solterona a rabiar y más descontenta que la p.m. Sabía que me estaba jugando el
pellejo y muchas cosas más… Me levanté, cual resorte disparado y fui
directamente a sacar mi vieja bici Hindú que tendría por lo menos 40 años en el
depósito de trastos. Menos mal que estaba completita. La limpié rápidamente a
forro. Era una bici sumamente alta, como para llevar dos plazas por su increíble
tamaño; tan solo tenía un pequeño inconveniente: sus llantas estaban totalmente
desinfladas; por lo demás, era una señora bicicleta.
-¡Pero… Pepito, ¿montada en esta cochinada me
vas a llevar al hospital?
-¡Cuñadita… lo tuyo es de suma urgencia!
Aunque sea yo te cargo… pero que te llevo, ¡yo te llevo!
Tratamos de acomodarnos, pero su voluminoso puerco
ocupaba un 80% de la pobre bici. Arranqué y los primeros “pasos” fueron un
tanto en zig-zag y por Dios que a la pobre bici le faltaba llorar, pues el tubo
donde estaba sentada se arqueó hacia abajo y después de avanzar media cuadra,
empezó a crujir y llorar lastimeramente; chorreaba toda su estructura metálica.
Mis piernas, un tanto que se adormecían por el estiramiento y parecía que iba
colgando, montado sobre la llanta trasera.
-¡Cuñadito, eres todo un capo… ¡Hasta que lo
lograste…! Eres el primero que me monta… en una bicicleta… Como si fuera una
plumita…
Su hermanita me había dicho que esta fulana tenía
una lengua maldita; todo aquello que salía de su boca… se convertía en una
maldición. Y, efectivamente, no bien terminó de decir como una plumita y la
sufrida bici no aguantó más y plofff… reventaron ambas llantas, el arco
metálico se hizo chicle y ambos fuimos a parar, abollados, en media pista.
Creo que dio varios botes y rebotes la gorda,
quedando con todos los cachetes al aire a pesar de sus dobles pantalones, pero
como los usaba tan ajustados, se reventaron de angustia y desesperación; y lo
primero que ella hizo fue tratar de tapar sus inmensos cachetes traseros con mi
persona… Sí, pues, en su desesperación me cogió como un trapo y me colocó entre
sus piernas. No recuerdo nada más que sus lamentos que decían:
-¡A qué hora maldita acepté que me trajera este
esqueleto de porquería… ya presagiaba que íbamos derechito al cementerio…
¡Ahora que se joda, metido en ese su sitio!
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