Como cada sábado por la mañana,
acudo al sitio donde suelo aplacar las resacas del fin de semana, pues todavía
continúo metido en la chupeta porque sigo fermentado como un tronco borracho y
por todo mi puerco destilo alcohol metílico. Avanzo dando tumbos y temblando
como un perro mojado. Pasa una pequeña moto a mi lado y su maldito ruido me
sacude hasta las entrañas y me tiene temblando cual piuma al vento y además
me ha dejado dando mil vueltas como un trompo. Llego al huarique de comida
marina y como nunca, encuentro un huevo de gente arremolinada frente a la
puerta del pequeño local. Trato de acercarme, pero la multitud enardecida,
vociferante y maldiciente se pelea por querer alcanzar una mesa.
-¿Qué es lo que pasa,
choche?
-¡Cómo, ¿no has visto todavía?
Es algo extraordinario, increíble, algo venido de otro mundo…
Y ahora, mi curiosidad despertada
con un balde de apetito voraz, no solo aumentó el deseo de tirarme un par de
chilcanitos previos en lavador, acompañados con un triple cebillano mixto, full
cremita de rocoto y una poderosa negra para asentar ese levantamuertos; sino,
conocer el motivo de esta gran manifestación que luchaba para conseguir un
sitio en “El Tiburón Azul”, cebichería muy humilde, deliciosa, pero con reputación
solapa.
Esperé en la vereda por una hora
bajo ese Sol que esta mañana parece un sol cincuenta y siento que el maldito me
calcina hasta los cocos. Por fin logro meterme y conseguir un banquito vacío en
un rincón. Veo que la expectativa es general y los graves murmullos parecen
coincidir como si fuera la letra de un coro aprendido: ya va a aparecer, ya
va a aparecer… Y luego se da un silencio total en todas las mesas repletas
de comensales… Algo se asoma por el horizonte e intervengo:
-¿Qué es lo que estamos
esperado? ¿por qué no hay mozos?
-Shhh! Primera vez que vienes,
¿nooo?
Y por Dios que en ese total
mutismo podía hacer oírse hasta el chape al vuelo de un mosquito. Inclusive, de
pronto se apagó la música de los parlantes y todos los ojos coincidieron sobre
esa puerta posterior que venía de la cocina. Creció nuestra expectativa hasta
el delirio… Y apareció. Efectivamente, me quedé más estúpido que de costumbre;
era descomunal, impresionante, asesina. Aquella figura de mujer era angelical,
bonita, hermosa, despampanante. Empezó a avanzar, con una sonrisa muy coqueta y
con su andar rítmico, bamboleando sensualmente sus ampulosas caderas divinamente
contorneadas. Sacó su celu y empezó a atender pedidos según la llegada. Sus
gestos estaban fríamente calculados y nos tenía en vilo, al filo de un desmayo
por la espera, la inanición, el deseo y la fugaz pérdida… de aquel bocatto
inalcanzable, pero supuestamente tenido a mano. Por fin se aproximó a la mesa y
dijo muy seductoramente:
-¡Amigo, a la orden! ¿Se te
ofrece un cebiche de conchas negras… como esta?
Se acercó un poco más y
reclinándose un poco, dejó apreciar en su magnitud aquella delantera con dos
poderosos punteros y ya me deshacía en mi banco por ver si eran mentirosos. Y continuó:
-Para beber tengo un buen
poto… de chicha blanca… especialidad de la casa…
Y mostró una pose destacando su poderosa
retaguardia, y prosiguió, mostrando una fotografía del mencionado cebiche y esa
sonrisa que apareció en su rostro desató un reflejo de enclavamiento y quedé en
el sitio enterrado: mudo, sordo y casi ciego. Solo atiné a musitar:
-Un cebiche… como de esa
concha negra y la señalé…
-¡¿Cómo? A ver repite, choche…
-De esa concha que tienes
en la carta… ahí en tu delantal…
Seguía atendiendo solícitamente a
todas las mesas, no solo con su amplia sonrisa, sino, con todo su poderoso
tumbao, generando un movimiento unánime con los dominados comensales: parecía
un partido de ping pong; es decir que según su desplazamiento, toda la
concurrencia la seguía con los ojos y la cabeza entera, moviéndola de un lado
al otro, aun sabiendo que terminarían con una tortícolis de la p.m. Pero bien
valía la pena el espectáculo único.
En un momento, reparo que sentados
en la parte posterior del comedor hay un apareja de la cuarta edad. Ella es la
única cliente mujer y está que echa fuego por las fauces, viendo que todos,
absolutamente todos, están pendientes del caminar diabólico del morenaje
sensual y mira a su viejo, quien babea a mares por la despampanante chicoca y
le llama la atención, pero el anciano sigue absorto, locamente enamorado y a
punto del infarto. La vieja coge su cartera que pesa unos diez kilos, le pega
un feroz carterazo y sale echando chispas.
No sé cómo ni cuándo he terminado
mi cebiche de conchas negras, full crema de rocoto, pero solo espero ese poto.
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