sábado, 1 de febrero de 2020

HAMBRE – HOMBRE – HEMBRA



Como cada sábado por la mañana, acudo al sitio donde suelo aplacar las resacas del fin de semana, pues todavía continúo metido en la chupeta porque sigo fermentado como un tronco borracho y por todo mi puerco destilo alcohol metílico. Avanzo dando tumbos y temblando como un perro mojado. Pasa una pequeña moto a mi lado y su maldito ruido me sacude hasta las entrañas y me tiene temblando cual piuma al vento y además me ha dejado dando mil vueltas como un trompo. Llego al huarique de comida marina y como nunca, encuentro un huevo de gente arremolinada frente a la puerta del pequeño local. Trato de acercarme, pero la multitud enardecida, vociferante y maldiciente se pelea por querer alcanzar una mesa.
-¿Qué es lo que pasa, choche?
-¡Cómo, ¿no has visto todavía? Es algo extraordinario, increíble, algo venido de otro mundo…
Y ahora, mi curiosidad despertada con un balde de apetito voraz, no solo aumentó el deseo de tirarme un par de chilcanitos previos en lavador, acompañados con un triple cebillano mixto, full cremita de rocoto y una poderosa negra para asentar ese levantamuertos; sino, conocer el motivo de esta gran manifestación que luchaba para conseguir un sitio en “El Tiburón Azul”, cebichería muy humilde, deliciosa, pero con reputación solapa.
Esperé en la vereda por una hora bajo ese Sol que esta mañana parece un sol cincuenta y siento que el maldito me calcina hasta los cocos. Por fin logro meterme y conseguir un banquito vacío en un rincón. Veo que la expectativa es general y los graves murmullos parecen coincidir como si fuera la letra de un coro aprendido: ya va a aparecer, ya va a aparecer… Y luego se da un silencio total en todas las mesas repletas de comensales… Algo se asoma por el horizonte e intervengo:
-¿Qué es lo que estamos esperado? ¿por qué no hay mozos?
-Shhh! Primera vez que vienes, ¿nooo?
Y por Dios que en ese total mutismo podía hacer oírse hasta el chape al vuelo de un mosquito. Inclusive, de pronto se apagó la música de los parlantes y todos los ojos coincidieron sobre esa puerta posterior que venía de la cocina. Creció nuestra expectativa hasta el delirio… Y apareció. Efectivamente, me quedé más estúpido que de costumbre; era descomunal, impresionante, asesina. Aquella figura de mujer era angelical, bonita, hermosa, despampanante. Empezó a avanzar, con una sonrisa muy coqueta y con su andar rítmico, bamboleando sensualmente sus ampulosas caderas divinamente contorneadas. Sacó su celu y empezó a atender pedidos según la llegada. Sus gestos estaban fríamente calculados y nos tenía en vilo, al filo de un desmayo por la espera, la inanición, el deseo y la fugaz pérdida… de aquel bocatto inalcanzable, pero supuestamente tenido a mano. Por fin se aproximó a la mesa y dijo muy seductoramente:
-¡Amigo, a la orden! ¿Se te ofrece un cebiche de conchas negras… como esta?
Se acercó un poco más y reclinándose un poco, dejó apreciar en su magnitud aquella delantera con dos poderosos punteros y ya me deshacía en mi banco por ver si eran mentirosos.  Y continuó:
-Para beber tengo un buen poto… de chicha blanca… especialidad de la casa…
 Y mostró una pose destacando su poderosa retaguardia, y prosiguió, mostrando una fotografía del mencionado cebiche y esa sonrisa que apareció en su rostro desató un reflejo de enclavamiento y quedé en el sitio enterrado: mudo, sordo y casi ciego. Solo atiné a musitar:
-Un cebiche… como de esa concha negra y la señalé…
-¡¿Cómo? A ver repite, choche…
-De esa concha que tienes en la carta… ahí en tu delantal…
Seguía atendiendo solícitamente a todas las mesas, no solo con su amplia sonrisa, sino, con todo su poderoso tumbao, generando un movimiento unánime con los dominados comensales: parecía un partido de ping pong; es decir que según su desplazamiento, toda la concurrencia la seguía con los ojos y la cabeza entera, moviéndola de un lado al otro, aun sabiendo que terminarían con una tortícolis de la p.m. Pero bien valía la pena el espectáculo único.
En un momento, reparo que sentados en la parte posterior del comedor hay un apareja de la cuarta edad. Ella es la única cliente mujer y está que echa fuego por las fauces, viendo que todos, absolutamente todos, están pendientes del caminar diabólico del morenaje sensual y mira a su viejo, quien babea a mares por la despampanante chicoca y le llama la atención, pero el anciano sigue absorto, locamente enamorado y a punto del infarto. La vieja coge su cartera que pesa unos diez kilos, le pega un feroz carterazo y sale echando chispas.
No sé cómo ni cuándo he terminado mi cebiche de conchas negras, full crema de rocoto, pero solo espero ese poto.



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