viernes, 22 de noviembre de 2019

ASILO ENFERMERO



El esperado brote de un chorro regular de orina ya demoraba más de media hora y muchos minutos de descuento después de ochenta pujadas venidas desde el nacimiento del Coxis hasta el punto de querer reventarme las bolas (oculares), por poder descargar esa pelota de playa en que se había convertido la vejiga desde la noche anterior, sumamente cargada con chicha y chelas en cantidades navegables; pero que en este aciago momento, la bendita bola me tenía literalmente colgado de las otra bolas porque seguía en la puja maldita. Ahora me retenía bailando en una pierna un sordo e imaginario reguetón que me dejaba seco retorciéndome como un ocho hasta besar el suelo; solo un frío sudor era lo único que chorreaba a borbotones; sin embargo, -después de estar suplicando por una hora a San Meón-, patrono de los protestantes vesicales,  dos gruesas y dolorosas gotas amarillentas se querían despedir de la vejiga, no sin antes hacerme maullar cual herido gato que le estaban arrancando su noble y mortal serrucho con un simple alicate  y sin anestesia.
Sí pues, resultaba incuestionable la presencia de la señora prostatitis habitando por meses clandestinamente mis sagrados bajos, cual prosti enamorada. Solución: una serie de 40 fosfomicinas o ciprofloxacinos intramusculares. Jueves, viernes y sábado la clavadas no presentaron problema alguno, solo que los cachetes iban tomando una tonalidad de varicela y una secuela de viruela loca; pero las estocadas del día domingo fueron algo muy espectacular: llegué agitado a las 6.35 a.m. a la puerta del hospital. Un fiero enano vestido de café y una porra que golpeaba repetidamente contra la reja cerrada, me espetó:
-¿Qué quieres, tío; no sabes que hoy es domingo? Y por lo tanto… no hay atención, tío…
-Mira, sobrino… de la Tía Pocha, yo vengo por el Tópico de Inyectables… ¿No ves las dos banderillas que llevo al hombro?
-Ahhh… ya; ¡pasa pue, tío!
Llegué al sitio y ya había una colita de 7 pacientes sobándose uno de los cachetes y no me explicaba por qué. Faltando 3 minutos para las 7, llegó un diminuto uniforme fantasma; fantasma porque su dueña no aparecía por ningún lado. Supuse que era una enfermera retirada, pero no. Se acercó a la puerta tanteando, buscó por 5 minutos la llave y de demoró 5 más para poder meterla en la cerradura y poderla empujar temblorosamente. La cerró y no supimos más. A las 7:15 llegó otro uniforme verdusco, pero su portadora era rechoncha y de más edad, al punto que caminaba agachadita y arrastrando los pies. 7:30 llegó otra. Esta vez, el maquillaje le daba un aire de Guasón en jodas por su blanca palidez y el rojo escandaloso de su boca. 7:55 y la puerta seguía cerrada. La cola tendría ya unos 30 pacientes.
Pr fin, me tocó el turno, entregué la orden del médico, mi DNI y las dos pértigas para el sacrificio. Llegó una cuarta uniformada; era la más encogida y estaba casi a ciegas sin sus lentes; a las 7:30 seguía tentando las paredes para poder encontrar la puerta y por fin la tocó.
- ¡Todavía no es hora de atención… falta que nos traigan el desayuno, digo, el alcohol!
-¡Soy yo… Margarita, apúrate, abre la puerta!  
-Ahhh… ¡Eres tú! ¡Pasa, pasa y hala tu taza de chocolate…!
Media hora después, empezaron a recoger las órdenes, los inyectables y los correspondientes DNI.
Sigo creyendo que es un domingo de mala suerte; pues, a la entrada del tópico, por no pisar un chicle masticado del tamaño de un huevo, salté hacia adentro sin saber que habían rociado una solución aceitosa. Volé por los aires y caí estrepitosamente con todos mis papeles y las dos botellitas de cristal que las cogí al vuelo, pero me rompí la crisma. Trataron de recogerme las tías y casi se les voltea la vianda; llamaron a 4 wachimanes; me sentaron en una silla y después de una hora me encalataron para colocarme las intramusculares. Indudablemente el día se me hacía noche, porque la vetusta tía que me había elegido se olvidó sus lentes para ver de cerca y solo se dejaba guiar por el tacto para el reconocimiento del sitio.
-Papito… ¿es esta tu caderita, nooo?
-¡No, que ya le he dicho por tercera vez, es mi oreja!
-Ahhh… entonces estos son tus otros cachetes… los de arriba… ¡Qué tontita soy! A ver… ¡date la vuelta! Digo, coloca tu cabeza pa´l otro lado y voltéate pa´colocarte la jeringa… ¡Qué duritos tus cachetes! Debes hacer mucho ejercicio o… estás muy flaco…
-Son mis rodillas, señorita enfermera; recién voy a voltearme… ¡Ya estoy listo!
-¡Ánimo cachetón, que no te va a doler nada!
Y el feroz arponazo me lo zampó en pleno omoplato. La aguja de medio metro se dobló como una jota y me sacó medio lomo para desprenderla totalmente.
-¡Perdón, perdón, señorcito! ¿Quiere que le diga un secreto al oído? Su pelo es negro y brilla mucho… esto quiere decir que usted tiene mucha vitalidad…
-¡¿Vitalidad?… Usted está hablando con mis zapatos!
-Oh, nooo; ¡cuánto lo siento! Por favor con su manita, indíqueme dónde está su cachetito pa´no fallar esta vez, por favor…
Le tomé su mano temblorosa armada con ese arpón de metro y medio y la puse sobre el cojín que hacía las veces de almohada. La tía se subió a la camilla, tomo vuelo con ambas manos. Miró al cielo como encomendándose a todos sus santos… y zas, se perdieron sus brazos entre el delgado colchón que cubría la parrilla metálica. Una sonrisa maléfica apareció en su verde rostro y con una torva mirada me dijo amenazadoramente:
-¡Papito, te espero mañana! Ya ves, tengo puntería; ¡Te aseguro que ni lo has sentido! Je, je, je.



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