El esperado brote de un chorro
regular de orina ya demoraba más de media hora y muchos minutos de descuento después
de ochenta pujadas venidas desde el nacimiento del Coxis hasta el punto de
querer reventarme las bolas (oculares), por poder descargar esa pelota de playa
en que se había convertido la vejiga desde la noche anterior, sumamente cargada
con chicha y chelas en cantidades navegables; pero que en este aciago momento,
la bendita bola me tenía literalmente colgado de las otra bolas porque seguía en
la puja maldita. Ahora me retenía bailando en una pierna un sordo e imaginario reguetón
que me dejaba seco retorciéndome como un ocho hasta besar el suelo; solo un
frío sudor era lo único que chorreaba a borbotones; sin embargo, -después de
estar suplicando por una hora a San Meón-, patrono de los protestantes
vesicales, dos gruesas y dolorosas gotas
amarillentas se querían despedir de la vejiga, no sin antes hacerme maullar cual
herido gato que le estaban arrancando su noble y mortal serrucho con un simple alicate y sin anestesia.
Sí pues, resultaba incuestionable
la presencia de la señora prostatitis habitando por meses clandestinamente mis
sagrados bajos, cual prosti enamorada. Solución: una serie de 40 fosfomicinas o
ciprofloxacinos intramusculares. Jueves, viernes y sábado la clavadas no
presentaron problema alguno, solo que los cachetes iban tomando una tonalidad
de varicela y una secuela de viruela loca; pero las estocadas del día domingo
fueron algo muy espectacular: llegué agitado a las 6.35 a.m. a la puerta del
hospital. Un fiero enano vestido de café y una porra que golpeaba repetidamente
contra la reja cerrada, me espetó:
-¿Qué quieres, tío; no sabes
que hoy es domingo? Y por lo tanto… no hay atención, tío…
-Mira, sobrino… de la Tía Pocha,
yo vengo por el Tópico de Inyectables… ¿No ves las dos banderillas que llevo al
hombro?
-Ahhh… ya; ¡pasa pue, tío!
Llegué al sitio y ya había una
colita de 7 pacientes sobándose uno de los cachetes y no me explicaba por qué.
Faltando 3 minutos para las 7, llegó un diminuto uniforme fantasma; fantasma
porque su dueña no aparecía por ningún lado. Supuse que era una enfermera
retirada, pero no. Se acercó a la puerta tanteando, buscó por 5 minutos la
llave y de demoró 5 más para poder meterla en la cerradura y poderla empujar
temblorosamente. La cerró y no supimos más. A las 7:15 llegó otro uniforme
verdusco, pero su portadora era rechoncha y de más edad, al punto que caminaba
agachadita y arrastrando los pies. 7:30 llegó otra. Esta vez, el maquillaje le
daba un aire de Guasón en jodas por su blanca palidez y el rojo escandaloso de
su boca. 7:55 y la puerta seguía cerrada. La cola tendría ya unos 30 pacientes.
Pr fin, me tocó el turno,
entregué la orden del médico, mi DNI y las dos pértigas para el sacrificio.
Llegó una cuarta uniformada; era la más encogida y estaba casi a ciegas sin sus
lentes; a las 7:30 seguía tentando las paredes para poder encontrar la puerta y
por fin la tocó.
- ¡Todavía no es hora de
atención… falta que nos traigan el desayuno, digo, el alcohol!
-¡Soy yo… Margarita, apúrate,
abre la puerta!
-Ahhh… ¡Eres tú! ¡Pasa, pasa y
hala tu taza de chocolate…!
Media hora después, empezaron a
recoger las órdenes, los inyectables y los correspondientes DNI.
Sigo creyendo que es un domingo
de mala suerte; pues, a la entrada del tópico, por no pisar un chicle masticado
del tamaño de un huevo, salté hacia adentro sin saber que habían rociado una
solución aceitosa. Volé por los aires y caí estrepitosamente con todos mis
papeles y las dos botellitas de cristal que las cogí al vuelo, pero me rompí la
crisma. Trataron de recogerme las tías y casi se les voltea la vianda; llamaron
a 4 wachimanes; me sentaron en una silla y después de una hora me encalataron para
colocarme las intramusculares. Indudablemente el día se me hacía noche, porque
la vetusta tía que me había elegido se olvidó sus lentes para ver de cerca y
solo se dejaba guiar por el tacto para el reconocimiento del sitio.
-Papito… ¿es esta tu caderita,
nooo?
-¡No, que ya le he dicho
por tercera vez, es mi oreja!
-Ahhh… entonces estos son tus
otros cachetes… los de arriba… ¡Qué tontita soy! A ver… ¡date la vuelta! Digo,
coloca tu cabeza pa´l otro lado y voltéate pa´colocarte la jeringa… ¡Qué
duritos tus cachetes! Debes hacer mucho ejercicio o… estás muy flaco…
-Son mis rodillas, señorita
enfermera; recién voy a voltearme… ¡Ya estoy listo!
-¡Ánimo cachetón, que no te va
a doler nada!
Y el feroz arponazo me lo zampó
en pleno omoplato. La aguja de medio metro se dobló como una jota y me sacó
medio lomo para desprenderla totalmente.
-¡Perdón, perdón, señorcito!
¿Quiere que le diga un secreto al oído? Su pelo es negro y brilla mucho… esto quiere
decir que usted tiene mucha vitalidad…
-¡¿Vitalidad?… Usted está
hablando con mis zapatos!
-Oh, nooo; ¡cuánto lo siento!
Por favor con su manita, indíqueme dónde está su cachetito pa´no fallar esta
vez, por favor…
Le tomé su mano temblorosa armada
con ese arpón de metro y medio y la puse sobre el cojín que hacía las veces de
almohada. La tía se subió a la camilla, tomo vuelo con ambas manos. Miró al
cielo como encomendándose a todos sus santos… y zas, se perdieron sus brazos
entre el delgado colchón que cubría la parrilla metálica. Una sonrisa maléfica
apareció en su verde rostro y con una torva mirada me dijo amenazadoramente:
-¡Papito, te espero mañana! Ya
ves, tengo puntería; ¡Te aseguro que ni lo has sentido! Je, je, je.
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