Era tan apremiante la necesidad de concurrir
al hospital de la Inseguridad Social para conseguir una cita médica, como la
del inocente parroquiano que sufre de incontinencia urinaria y de pronto se
le viene un imprevisto sunami y, para su mala suerte, se encuentra metido en medio
de una procesión a punto de reventar y solo le queda encogerse al máximo,
juntar las piernas y clamar, con el poco ánimo que le queda, al Señor de los
milagros para que le hagan un campito y así poder soltar la manguera apretada
con ambas manos, haciéndose el más pío devoto el resto del trayecto.
Pero, para conseguir la maldita cita,
debería hacerlo a las cuatro de la madrugada; aún cuando a esas infaustas horas,
solo reinaba full oscuridad que invitaba a ser escoltado en cada esquina, por cinco
o seis amables choros procedentes de nuestras propias canteras o por otros
avezados vecinos del norte; porque valgan verdades, no había movilidad pública,
sino a partir de las cinco y media o seis.
Era un cuarto para la seis del día
siguiente y apresurado fui a la esquina de mi jato para esperar un carro que me
llevara a cumplir mi cometido, suponiendo que a esas horas las furgonetas y los
buses estarían casi vacíos. ¡La más grande mentira! Intenté subir a dos micros;
por más que levante ambos brazos para detenerlos, se pasaron haciendo crujir
penosamente sus viejos motores. Por una ligera precaución, el celu y mi
billetera los metí dentro del calzoncillo y mis papeles los aseguré dentro de
una de las medias. Después de quince minutos se aproximó un bus. A lo lejos
parecía destartalado y de cerca también. Mas tenía que tomarlo sí o sí a pesar
que estaba totalmente full. Tanto así que la inmensa mole que fungía de cobradora
estaba con ambos brazos abiertos asidos de los pasamanos laterales y hacía las
veces de una rechoncha puerta de seguridad.
-¡Sube, sube tío, quel bus ta´vacío!
Traté de meter el cuerpo y solo
estaba parado sobre un pie en la corta escalera; lo demás, incluyendo mi
chaleco “Columbia” importado de Gamarra, estaba volando y no me di cuenta en
qué esquina se quedó esperando que lo recogiera. Por fin subí al segundo peldaño
y se me vino el alma al puerco… Cuando de pronto… solo sentí una vocezota que
dijo ¡Pasen pa´dentro! Y al instante mi nariz fue a dar precisamente entre los
cachetes de una vieja quisquillosa y gorda, que apenas sintió el zasss, dio un
fuerte grito:
-¡Jesús Mío, ¿qué es esto?! ¡Auxilio, me están violando…! Y fue a caer
entre las piernas del chofer.
-¡Retírese, so pedazo de… señora de las siete décadas! Que no me deja ver
nada de nada…
-¡Señorita, por siaca, tontonazo! Y tan solo de las cuatro décadas…
Me estaba reponiendo de aquella
pequeña multitud de infieles viajantes, azuzados por el inexorable fragor de la
lucha cotidiana por el cumplimiento de las obligaciones, cuando una segunda ola
venida desde las faldas del chofer, me empotró a toda velo hasta el fondo del
bus; lo había hecho por el aire hasta caer en los brazos de una matrona inmensa
que estaba dando de lactar a su hijito y su leche me bañaba toda la cara:
-¿Quieres leche, won? ¡Ándate a la
mismísima parte de donde viniste y no le quites su teta a mi hijo!
Y de un plantillazo en la quijada
me devolvió al sitio de partida.
-Pasaje, pasaje… con sencío, no recibo biyetes… ricién toy comenzando…
¡Avanza pue, papito!
Y de otro suave empellón, ayudado
por una curva cerrada, terminé sentado en las faldas de una picona rubia al
pomo, justo cuando se estaba alisando las uñas y la lima se me metió por un
cachete y ya la sentía hasta por el estómico. Me miró fijamente y sin
inmutarse, retiró violentamente su punzante arma y me amenazó señalando al otro
cachete:
-¡Perdón! Pero ya me bajo; si gusta se la dejo… ¿Sí? Si puede sentarse…je,
je.
Efectivamente, me senté a medias,
es decir, con un solo cachete. Recién pude ver que dicha congestión solo se
daba junto a la puerta. Y también pude reparar que, desde que subí, allí había
un tipo medio agachado, embozado en una gruesa chalina, con sombrero hasta las
orejas y de mirada torva. Miré a la calle y en el siguiente paradero tenía que
bajar:
-Permiso, permiso… que bajo en el Terminal del Choro, bajo; permiso,
permiso…
Me toqué el pantalón… estaba
húmedo. ¿Había sudado tanto? ¡Imposible! Avancé atropelladamente por en medio
de la gente y otra vez tropecé con esa mirada fija, perturbadora y por demás
amenazante. El sujeto quiso taparme la salida empujando a los otros pasajeros
que pugnaban por salir en la misma esquina.
En un momento, antes que el bus se
detuviera totalmente, alcé mi brazo para asirme del tubo superior para seguir
avanzando y el tipo me pegó una escaneada desde arriba y se hizo el que buscaba
ambos bolsillos. Cuando pasé a su lado, mil y un pulpos me estaban trajinando
al mismo tiempo y yo pensaba: Qué gente tan educada, me están despidiendo.
Fui el último en bajarme del
vehículo casi en nueva marcha, salvo por el jalón que me pegó la gorda
ayudante, no sin antes gritarme:
-¡Apura pueee, papito que no tenemos todo el día! ¡Mueve tu cucú, tío!
Toooo un año pa´salí…
Una vez
repuesto de la escalofriante travesía en esta selva de cemento. Respiré hondo y
me sentí muy aliviado; tanto que quise sacar mi celu, e instintivamente metí
mis manos en ambos bolsillos y solo hallé dos forados. Seguí penetrando y no
encontré nada de nada; inclusive me había birlado hasta el calzoncillo. Bajé
una mano para revisar el dinero escondido dentro de una media y recién reparé
que estaba completamente patacala. ¡No hay caso, estos con… son unos genios!
Más aturdido que nunca, seguía caminando, sin percatarme que andaba con el torso
desnudo y no hallaba explicación alguna que hiciera comprender lo sucedido,
pues parecía que hasta eso también me habían sacado, con solo pasar por la
puerta del bus en una fracción de segundo…
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