Todo el pueblo
recordaba que aquel pilluelo del demonio, más conocido como Jaimito, era, desde
sus pininos en la escolaridad, el mocoso más terrible del barrio; porque a
pesar de su corta edad, era el famoso contador de chistes colorados, morados y
hasta concho de vino; además, de experto asalta-huertas, flojo alumno e
incorregible mataperros; inclusive su pobre madre, quien era una asidua y
dedicada beata a tiempo completo decía él que era “La pata de Judas” y que lo
metería al ejército “pa´quitarle lo amiguero, pati-perro y descarriado hijo con
que Diosito la había castigado”. Pero el destino quiso que a los 15 años se
quedara huérfano y como única solución fue internarlo en el Seminario de San
Gerónimo y no se supo más de El Terrible Jaimito.
Pasaron los años
y casi nadie se acordaba de aquel revoltoso chico conocido por Jaimito, El
Diablo. Ahora el pueblo permanecía un tanto alejado de las ceremonias
religiosas por falta de sacerdote. Sin embargo, un día domingo, después de
mucho tiempo oyeron repicar las campanas llamando a misa con singular ánimo. El
Pueblo entero acudió presto a mostrar su indeclinable espíritu católico y la
pequeña iglesia estaba que reventaba. ¡Oh sorpresota!
Dentro del templo
y frente aquella absorta feligresía popular se paraba un alto y fuerte mocetón
metido hasta las orejas en una estrenada sotana café ceñida por sus largos
cinturones blancos que colgaban hacia un lado. No tardaron en reconocerlo por
la franca sonrisa aparecida en su rostro y, abriendo sus brazos fraternalmente,
les dijo:
-¡Sí, es cierto hermanos! Aunque no lo
crean, soy el Terrible Jaimito, su nuevo y humilde pastor quien ha venido para
quedarse por siempre… si me lo permiten.
Y se desataron incontenibles
aplausos, fuertes vítores y una la celebración entera. Pronto todos estuvieron
festejando a rabiar en la placita contigua. Este devoto, pero tranquilo pueblo
volvía a ser más que feliz porque el nuevo Padre Jaimito, su hijo predilecto,
había celebrado su primera misa con todas las de ley; y, por tal motivo,
realizaron una quema improvisada de fuegos artificiales, amenizada por la
alegre y tradicional banda del pueblo y toda clase de bebidas corrieron en
cantidades navegables. En los sucesivos días y meses, este fiel apóstol de la
cristiandad se llevaba todas las palmas por sus espectaculares misas
concelebradas en todas las fiestas de guardar, donde él, poco a poco, se había
convertido en el centro de cada fiesta; al punto que las esperaba con
especiales ansias y decidido apego; hasta considerar que un festejo cualquiera
por más simple que fuera, debía contar con la presencia obligada del impetuoso
religioso para que tenga realmente éxito.
En las semanas siguientes
le consiguieron un muchachito para hacer los mandados, quien casi tenía el
mismo porte y edad del antiguo monaguillo. Este tímido e improvisado ayudante,
en el fondo, era otro Jaimito bastante despierto, pero sabía muy poco de
español. Pícaro y vivaz hasta las ojotas, el Fortonato, a los pocos días, ya
estaba comiéndose a puñados las hostias, después desaparecieron misteriosamente
las limosnas, hasta quiso vender los copones. En una fría mañana, el Padre
Jaimito lo chapó con las manos en la masa ofreciéndolos en pleno mercado y lo
castigó severamente; para ello, se sacó los cordones que usaba como doble
cinturón y lo azotó furiosamente. El sentido ayudante no apareció por tres días
seguidos. Entonces pensó –muy preocupado-, que el Fortonato se había fugado a
su tierra.
Y así, el Padre
Jaimito, con cargo de culpa en el alma, vio llegar el día del Corpus Cristi y
pensó: -esa misa tiene que ser muy, pero muy especial. La iglesia estaría
ricamente adornada con muchas flores multicolor y las atentas beatas colocarían
una angosta y larga alfombra roja que llegase hasta el mismo altar. El
sacerdote, para tal misa, debería estar ricamente ataviado con una alba nueva y
blanca, al igual que su pequeño acólito, quien ya conocía el oficio; pero el
Padre Jaimito seguía terco como antes y quería que su misa fuese con dos
ayudantes.
Doblemente
desesperado el Padre Jaimito lo buscó por todo el pueblo durante tres semanas,
hasta que lo halló trabajando para dos “señoritas” en el hotel del pueblo y le
replicó:
-¡Zamarro, hasta
que te chapé con fulana y sutana!
Mas lo convenció
para que vuelva y sea su segundo acólito. El entusiasta sacerdote volvió a reír
y se amaneció tratando de hacer entender al nuevo acólito los movimientos que
debería realizar en el desarrollo de la misa. No pudo. Hasta que recurrió al
anterior acólito, quien le repitió varias veces al Fortonato:
-¡Igual que Yo! Haces lo mismo que yo…
Igualito… Así, mira:
Y lo puso en pie
junto a él y le hizo hacer los mismos movimientos una y otra vez, una y otra
vez. Y por fin el padre pudo descansar. Inclusive, le dieron la campanilla para
tocarla en plena elevación…
Estando en plena
misa y justo en la parte de la consagración del cuerpo y sangre de Cristo,
Fortonato, bastante incómodo con su ceñida vestimenta blanca, no dudó un minuto
y en plena misa se la quitó, haciendo caer un candelabro en su desesperación,
para desatar escondidas sonrisas con festejos muy disimulados. El padre, más
serio que nunca, volteó su enojado rostro, después de levantar por tres veces
el cuerpo de Cristo y dijo quedamente:
-¡Dimas, dile que toque la campanilla… como
le hemos enseñado! ¡Que la toque, ahora!
-¡Fortonato, toca la campanilla, tres
veces…! ¡Anda, toca de una vez! Y le hizo una seña.
-¡Manan! ¡Manan munanichu!
Dimas, en su inocente
obligación, rápido se puso en pie y fue a quitarle la campanilla… pero el Fortonato
no la soltaba y, jaloneándose tercamente, ambos se revolcaban en el piso. Las risas
no se hicieron esperar y toda la concurrencia murmuraba y hasta se sintieron
algunas carcajadas.
Después de un
mes, muy temprano, el Fortonato, sonriente apareció en la sacristía para pedirle
al Padre Jaimito ser su sacristán oficial. Pero en sus ojillos había quedado
flotando una perversa malicia.
-¡No, no se puede…! Todavía te falta
aprender mucho… quizás a fin de año…
-¡Tata menterroso! Y… ¡mañusu!
Y rompiendo en
mil pedazos una imagen que estaba en la mesa, salió gritando:
-Al Padrre Jaimeto lue chapau con sotana!
¡Está con so sotana! Hay que azotarlo tamién¡
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