Me había tirado de corrido toda
esa larga noche a media luz porque el corte de energía eléctrica fue de
improviso y tuve que recurrir al uso de tres velitas, lo que dificultó aún más
desarrollar la tarea ineludible de Propedéutica Intelectual; toda vez que en
primer control había obtenido 07/20 puntos y no podía darme el lujo de intentar
una disculpa por razones ajenas a mi
voluntad; mucho más, si para solventar el pago de mis pensiones universitarias
seguía trabajando como cobradora en la vieja combi de mi tío sin importarme los
diarios sacrificios que incluían sábados y domingos. Para ello, tenía que
levantarme siempre a eso de las tres de la mañana para iniciar el día limpiando
completamente la unidad por fuera y por dentro; y luego salir para cumplir el
primer viaje.
Esa madrugada estaba muy fría y
tuve que colocarme encima una delgada vestimenta que aún continuaba bastante
húmeda ya que la había lavado al finalizar la tarde de ayer; empero, solo vivía
metida en una inmensa preocupación, anhelando que todo ese esfuerzo efectuado
para que la información y su respectiva bibliografía consignadas estuviesen
correctas. Una vez limpia la gastada movilidad, acomodé mi mochila en la parte
delantera del salón, frente a asiento del copiloto, cuidando no estropear los
files allí guardados; pero, sobre todo, aquel artículo académico cuyo tema
esencial era: El Desayuno y su trascendencia fisiológica en el Rendimiento
Intelectual, coincidente con los habituales ayunos mañaneros de las alumnas del
salón.
Unos ronquidos conocidos
anunciaban que había sido encendido el motor y ronroneaba de a pocos, apurando
el ánimo del viejo chofer, quien semejaba un ovillo redondo de lana al estar
recontra abrigado con dos chompas, chalina y un corto gorrito rojo manchado de
grasa que se lo acomodó antes de partir. Se persignó tres veces y partió rumbo
a completar la primera vuelta, que valgan verdades, estuvo floja, casi como de
costumbre. Solo algunos pasajeros madrugadores subían apresurados, guardando
una compostura sumisa, agachada y confundida entre sus gruesas prendas con las
frías manos metidas en los bolsillos. La segunda, fue mucho mejor porque ya se
notaba la presencia de obreros y colegiales de todas las edades y uniformes que
subían presurosos y, debido a sus urgencias, la desesperación y el amontonamiento
de los apurados pasajeros hacía que permanecieran doblados en cuatro empujados
en el pequeño salón; haciéndolos sudar profusamente y las ventanillas pronto se
cubrían de rápido vapor que nublaba toda visión de los exteriores y unas
temblorosa gotas empezaron a caer, cual lágrimas que podrán anunciar malos
presagios.
Durante el trayecto, cuidaba
mucho los bolsillos un tanto raídos de mi viejo suéter que tenía puesto debajo
de mi casaca de trabajo, pues allí guardaba los billetes que iba juntando tras
cada vuelta del gran circuito. Del mismo modo, no perdía de vista mi escuálida
mochila donde estaba mi preciado tesoro de investigación consultado en la
cabina de internet de junto a la casa de mi tía. Felizmente todavía estaba
allí.
De improviso, saltaron unos
fuertes y claros ayes femeninos dentro del carrito atestado y todos voltearon a
ver qué era lo que estaba aconteciendo.
-¡Pare, pare, señor chofer! Me acaban de sacar mi monedero del
bolsillo… pues no aparece por ninguna parte y no tengo dinero ni para pagar el
pasaje… ¡Por favor, devuélvanme mi monedero… no sean malitos… que es todo lo
que tengo! ¡Pare, pare, por favor…
El viejo carro se estremeció
todito y gimiendo terriblemente sus llantas se detuvo. Todos se miraron entre
sí, absortos por lo sucedido. Luego, volvieron a cruzar miradas de reojo… Sintiendo
más desconfianza…
-¡Vamos, maestro, que se me hace tarde pa´la chamba!
Junto al chofer estaba una señora
con su hijito en sus brazos, dándole la mamadera o biberón. El pequeño mamón
hizo para un lado su cabecita y su madre, puso paradito el biberón en la parte
superior del tablero, junto a mi mochila. Partió rápidamente la unidad y
llegamos a la esquina de aquel colegio donde se bajaba más de la mitad de
pasajeros. Un rato después, llegamos a mi paradero, cerca de la universidad.
Entregué la bolsita de dinero a mi tío y otra amiga se hizo cargo de la
cobranza. Me despedía apurada, estiré el brazo y tomé mi mochila. Rápidamente
me la coloqué al hombro y fui presurosa por aquella vereda completamente
repleta de alumnos que apurados tratábamos de llegar a clases, antes de las
7:15.
Ingresé al salón y los chicos de
mi grupo, mostrando unas caras alegres, me recibieron con unas sonrisas
agradables y dejaban escuchar sus gratos saludos. Los holas y los qué tal
brotaron casi al unísono y fue un bonito recibimiento. Iba a tomar asiento en
la carpeta que había separado mi choche Frida, cuando ella, muy sorprendida me
dijo:
-¡Oe,
sonsa, ¿te has olvidado de tapar tu tomatodo? Mira, ¡cómo está chorreando tu
mochila!
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