La semana pasada, junto con una
nueva colega, fuimos enviados en comisión para dar una charla en la institución
educativa de más renombre en la ciudad. Para cumplir dicho compromiso, el
Director de nuestra institución hizo que me acompañara esta guapa profesora quien
fuera calificada como excelente durante aquella lejana presentación ante el
Personal Docente del Plantel; sin embargo, debajo de su hermosa presencia y
singulares cualidades, parecía esconder algo muy especial; pues desde un inicio
mostró un comportamiento un tanto raro, indefinido, aparte de su nombre, María
José Dudamel Enciso; aunque solo era llamada María y no María José. Mas ese
pequeño tufillo a cosa rara, o acaso el ser una tipa muy especial, también fue
percibido en el nuevo Centro Educativo donde nos hallábamos listos para la
conferencia; creando una especial impresión en el alumnado; tanto como entre
los otros colegas que conformaban el público asistente de ese día. Y recién que
reparo, pues ella vestía el oscuro terno impecable de siempre y, con los
pantalones puestos, presentaba una figura muy delgada; además, estando con su
pelo bien cortito y sin una traza de maquillaje aumentaba una marcada y
sugerente duda. Por lo demás, era fina, delicada y muy puntual, pero cortante.
Instantes previos a la realización
del Evento de divulgación, pude advertir, desde la mesa directiva donde se
hallaba completo el panel expositor, que en todo el salón se había desatado un
cuchicheo general acompañado de una serie de sonrisas maliciosas que generaba
una marcada inquietud y desasosiego inusual en mi persona. Tal vez esto podría ser
un mal presagio, -pensaba-.
La profesora presentadora tocó delicadamente,
con su dedo índice, tres veces el micrófono y cesaron los ruidos en el salón y
procedió a abrir el Programa; encendió el equipo multimedia e invitó a Ma. José
para que dé por iniciado la primera parte de la Conferencia. Ella, empezó muy
segura y acaso impresionó favorablemente, pues todo el mundo se quedó absorto
por largos momentos, hasta aplaudió entusiasta en repetidas oportunidades. Sin
embargo, al poco rato, se produjo un bache en la sucesión de diapositivas; la
profe, desesperada por querer reprogramar el puntero de control se le cayó al
piso, pegando tal alarido que todo el público gritó sobresaltado en sus asientos.
Y peor, al querer recoger el control caído, se agachó violentamente y se oyó un
clásico pedido desgarrador de auxilio en medio del silencio absoluto: se le
partió el fundillo del pantalón dejando ver toda su desnudez, ya que carecía de
prenda íntima.
Al instante, ocurrieron varias
situaciones por demás inesperadas: la víctima, que estaba con los cachetes al
aire, más tardó en levantarse, darse la vuelta y quererse tapar con su blazer
sus partes blancas y ampulosas, gritando a más no poder y tratando de esconderse
detrás de mi persona. Este pechito, tuvo un ataque de “inmovilidad absoluta” y
al toque quedé petrificado. La presentadora, desfalleciente, se vino abajo cuan
larga era y el estruendoso golpe causado sobre el piso del proscenio hueco –dado
que era bastante cabezoncita- conmovió al auditorio entero, que inquieto y desesperado,
hizo que se espantaran gritando todas contra todas y ya subían en tropel para tratar
de hacer algo en esos momentos tan alterados.
No sé de dónde saqué algunas
fuerzas ocultas y estando aún con la tembladera encima, la misma que hacía
crujir sin cesar a toda la mesa directiva. Me puse en pie y dando algunos pasos
de costado, me apoyé en el atril que me pareció también temblaba; cogí el
micrófono y solo atiné a gritar:
-¡Señoritas, señoritas, seño…! Y veía que la avalancha de uniformes
se me venía encima.
-¡Alto, he dicho! ¡siéntense en sus sitios iniciales y presten
atención!
Y la masa se calmó y pronto
estaba volviendo a sus lugares.
-¡Señoritas, pónganse en pie! No, no, nooo… a
ustedes señoritas alumnas, no. Digo, en pie, a estas dos señoritas profesoras.
Volteé la
cabeza para ubicar a mi colega la expositora, quien había desaparecido tras el
gran telón rojo del fondo. Mientras, la otra docente del plantel, todavía en el
piso, trataba de acomodarse rápidamente la gran peluca postiza que le había
servido de amortiguador en su feroz caída y, arreglándose el mandil, pues se
había reventado en varios sitios de la pechera y del derrier, se lo quitó
rápidamente, se puso en pie y me pidió el micro:
-Señoritas… esto solo ha sido un pequeño accidente
inesperado y… ya ven ustedes, ya estamos en condiciones de proseguir la charla
contando con la grata presencia de nuestro gran invitado el doctor Sebastián
Mayorga Picón, lo invitamos, pues doctor… y estoy segura que no habrá ninguna
otra interrupción…
Y en ese mismo
momento, al querer dar el primer paso, tropecé con la cartera gigantesca de mi
colega que en su loca desesperación la había dejado tirada en el piso y no la
vi. Hubo un grito general en el auditorio… porque me agarré fuertemente de la
mesa, casi cayendo; pero pude avanzar…
Revisé la secuencias de las
diapositivas y otra vez, había una omisión antes de las dos últimas placas por proyectar. Lo solucioné
verbalmente y di por concluida la primera parte. Inmediatamente, quise comenzar
la segunda y al querer acomodar el proyector para obtener un mejor enfoque de
la imagen, la conexión eléctrica se soltó y produjo un leve chasquido, luego se
escuchó una serie de chisporroteos seguidos de un estallido seco pero
contundente y el ambiente quedó en tinieblas. Fue el acabose, porque
instintivamente traté de ubicar a mi colega, la cual hizo lo mismo y chocamos
fuertemente cara contra cara tratando de disculparnos mutuamente; nos tomamos
las manos como viejos amigos aún sumidos en la oscuridad, pero luego, algo
incómodos, nos soltamos. Estiramos los brazos para tantear las butacas que nos
llevaran a la salida; mas, al hacerlo con mis dos manos estiradas como dos
brazos mecánicos tropecé con otros dos bultos: estos eran un tanto blandos y
cónicos; y pronto comprobé de qué se trataba, luego de recibir una feroz cachetada
invisible, aunada a un grito descomunal, pero que cayó justo en mi cachete, a
la vez que gritaba a todo pulmón:
-¡Imbécil, qué se ha creído, se aprovecha de mi inocencia…
-¡Soy, yo, Sebastián… colega,
disculpe pero estoy tratando de encontrar las butacas…
-¿A esa altura? Doctorcito, hummm… creo que lo hizo a propósito… Pero
sigamos buscando las butacas.
Volteé instintivamente, y me
sentía azorado y granate hasta las pupilas; más seguía tanteando. Esta vez bajé
las manos y nuevamente tropecé con dos bultos blandos, casi cónicos, pero más
grandes. Y escuché una susurrante y melodiosa voz que me dijo casi al oído:
-Sebitas, ¿Cómo adivinaste que iba venir volando a tu lado? Pues, apenas
me enteré en la Dirección que estabas solo aquí, vine a buscarte.
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