Todavía seguía recontra cansado y
continuaba bostezando desesperadamente, pues estaba sin pegar una miserable
pestaña, a las tres horas de haberme metido al sobre con la intención de poder
dormir un mísero instante; pues todo el santo día estuve tan cargado de full chamba, arrastrando penosamente todo mi desbaratado puerco
por donde iba, porque ya no aguantaba ni un segundo más seguir en pie. Tanto
así que, al llegar a mi casa, traté de tocar el timbre justo cuando abrían la
puerta y me fui de bruces y casi caigo en los brazos de mi adorada suegra; porque
no bien reconoció mi fina estampa (120 kilitos), hizo el quite y ¡zuasss! La bestia
(yoni), bajó los mil escalones de cemento dando cincuenta botes en cada uno.
Solo mi hermanita de 17 añitos se
acomidió a recogerme, tratando de amontonarme en un solo montón de huesos, moretones,
chichones y verdes magullados que seguían latiendo como un bombo a punto de
reventar. Pasadas las tres horas, todavía seguía saltando mi cuerpo inerte.
Tiempo en el cual, mi atenta hermanita trató de aquietarme delicadamente con un
feroz garrotazo en plena nuca para poder arrastrarme hasta mi lejano
dormitorio, ubicado afuera, detrás del gran patio empedrado, que presentaba
miles de grandes hoyos llenos de barro espeso formado por la lluvia incesante
de días anteriores. No sé cómo lo hizo, pero resulté metido en mi cama. Al
instante, como si obedecieran a un botón de encendido, miles de dolores en todo
el cuerpo se disputaban cuál era el más intenso y tuve que tomar tres
analgésicos al hilo para poder darme un breve respiro.
Ya creía estar a un paso de
chapar el sueño junto con esa tranquilidad tan esperada, cuando, a la hora,
todos los malditos dolores ahora se agolparon en el lado izquierdo de mi cara,
cual estrepitoso y mortal rayo caído sobre esa muela que no solo me hacía
sumario juicio, sino que me condenaba metiéndome un taladro hidráulico hasta el
cóxis y las ganas de dar grandes alaridos se ahogaron en la almohada babeada porque
la tenía toda metida en la boca. Tampoco sé cuánto tiempo estuve revolcándome
de dolor de un lado al otro de la cama. A esas alturas ya estaba calato, con
una fiebre que despedía llamaradas a cien leguas y deambulaba como loco por las
cuatro paredes incluyendo el techo. Solo me quedaba ir a la conocida clínica de
la familia.
Apenas ingresé al pequeño
consultorio, me pareció haberme equivocado de lugar, puesto que, en ocasiones
anteriores, nunca había sido recibido por aquella hermosa y despampanante
“gata” vestida con un uniforme color verde esmeralda y no, como antes, por
aquel viejo gruñón que de un solo tacle en el paladar me dejaba boquiabierto
por una hora y para sacarme un recio canino que más tiraba a lobo, tuvo que
meterse de medio cuerpo para conseguirlo.
De solo verla, me pareció estar
en el cielo y mis dolores se espantaron como por encanto; luego disparó una voz
muy suave y melodiosa que tiernamente dijo:
-Ven, acércate y toma siento por aquí… ¿qué es lo que te sucede? ¿Cómo
puedo ayudarte?
Y suavemente me acomodó en la
silla y me hizo abrir las fauces… con sus dos manos.
-¡Aquí tienes un cráter! Seguramente es la que te está causando
molestas… ¿nooo?
Ahora ella estaba a diez cm y
solo cinco de mis labios. Disponía de una tez sonrosada, envuelta delicadamente
en un arreglado cabello sumamente claro y hermoso, sus pestañas eran largamente
negras y adentro… oh, qué hermosura, guardaba el tesoro de Aladino: unos
intensos ojazos verdes… extrañamente lindos. E inmediatamente vino a mi mente
aquella colección obsequiada por algunos celosos cuñados que como ceremonia de
bienvenida me dejaron los párpados hinchados como carpas de circo; pero verdes
al fin y más verdes aún, los que dejaron en mi alma. De pronto mi hermosa y
angelical visión, sin avisar, me metió una gigantesca lanza en el paladar que,
al toque, me dejó frío, rígido y estúpido.
Sí, muy estúpido, porque
aprovechando la cercanía de sus lindos labios rojos, no solo perdí la
sensibilidad; sino que perdí la cabeza, me abalancé y traté de besarla.
Hoy, después de 15 días de haber
dejado la Unidad de Traumatología, Sección Moribundos Intensivos, y todavía
amarrado de pies a cabeza en una silla de ruedas -porque no encuentran mi Atlas
ni la segunda vértebra cervical-, me acabo de enterar que esta “gata odontóloga”…
es cinturón negro en Kárate y me dejó verde hasta las muelas.
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