Anoche no pegué un ojo, mejor
diré ninguno de los dos, pensando tozudadamente en mi examen. Y en realidad no
era un examen cualquiera; más aun sabiendo que dicha operación auscultatoria
sería manipulada íntegramente por un especialista de talla King size a quien ya
lo imaginaba un King Kong de color luto estricto, porque además supe que en su
juventud fue un extraordinario basquetbolista, quien tomaba la pelota antigua
de básquet (la de50 paños) con una mano al estilo de los Globetrotters.
Preocupado hasta vejiga, fiel
compañera de mis desventurados chorreos nocturnos, me levanté a la 5 a.m.
después de haber regado las sábanas, las cobijas, la alfombra y, con mucha pena
pude respirar sabiendo que no me quedaba ni una gota… de rencor conmigo mismo,
para luego, contemplar horrorizado que mis “fieles chimpunes 44” parecían dos
cachos de toro, pero con ambas puntas disparadas hacia al burladero. Caminé
lento y casi arrastrando la cabeza por el suelo llegué hasta mi poderoso
bochito. Lo abrí penosamente, me senté y luego de colocar la llave, traté de
encender el motor hasta por cien veces y el muy desgraciado, más terco que un
mulo, me dijo nones hasta las 8 de la mañana. Ni siquiera se molestó en pegar
un miserable ronquido para darme ánimo. Amargo, me bajé y le pateé la llanta de
atrás, sin embargo, al toque, se encendió la alarma y el muy desgraciado
parecía estar riéndose a carcajadas como una hiena.
Con esa matinal y furibunda
patada en el mero hígado y con la hiel en la boca me fui a la esquina más
próxima para tomar cualquier movilidad que me acercara al hospital donde tenía
la cita de miércoles, después de estar por 5 años solicitándola y por fin,
conseguirla solo cuando un proctólogo se escapaba de su turno y me chapó
orinando en una de las canastas del pequeño altarcito para San Antoñito,
Patrono de los imposibles.
Solo pude ver que se aproximaba
un bus destartalado que decía: Los Ángeles de Ciudad de Dios y me subí con la
esperanza de hallar algún sitio vacío porque un ligero cosquilleo se quería
filtrar disimuladamente por los bajos. Traté de penetrar en la vetusta unidad,
pero allí había una manifestación popular en pleno apogeo:
-Pasa pueee, tío! ¿no ves quial fonduay sitio?
Y me pegó un aventón que me
empotró en pleno centro del rectángulo que ya estaba por reventar. Menos mal
que todavía me quedaba mi 1.80m y traté de sacar la cabeza por entre una
multitud de biberones naturales y al aire libre; canastas llenas de pescado
frito hacía 15 días atrás o eran los alacranes más bravos del Cono Norte.
Estiré el pescuezo para tomar un poco de aire y al instante me pegaron cuatro
levantes al unísono. Lo único que atiné fue taparme la delantera, ya que si el
rebusque era por ese sitio aceleraría el desfogue de mis riñones que se había
tornado incontenible y por Dios que anegaba el bus.
Más tranquilo después de
comprobar que la escaneada manual no había hallado nada de importancia en mis
bolsillos y que un raudo y atento joven, que salía apurado, me entregó mi
billetera diciéndome:
-¡Joven, tome, se le ha caído! Pero no se preocupe no hay nada que
valga la pena. Y se tiró al vuelo del vehículo en marcha.
Llegamos a la equina que daba a
la Plaza de Armas y se bajaron 35 pasajeros, sin incluir a los viejos ni a los
niños de pecho que no pagaron pasaje. El aire ya estaba un tanto respirable y
entre la bruma restante pude avanzar abriéndome campo a empellones y lograr ver
al chofer: era un flaco y oscuro muchachón que parecía haberse quedado dormido
desde la noche anterior sobre el timón y las secas manchas de sudor se quedaron
imperturbables debajo de las chuletas o patillas y esa desafiante crin se
resistía al agua desde siglos atrás; su pantalón y camisa parecían de un viejo
y sucio mecánico y el cinturón de seguridad solo estaba sobrepuesto. Del
tablero no quedaba ninguna manecilla que pudiera señalar algo de vida y la
cobradora era una mole metida en un polo que seguramente fue blanco en sus
orígenes y un pantalón a la cadera que con cada respiro se quería escapar del
encarcelamiento exigido.
Desesperado, sigo insistiendo en
querer hallar un descanso porque ya he cruzado las piernas en señal natural y
socorrida de un posible ataque úrico. Quiero disimular un tanto y me encojo y
me estiro como un acordeón en el sitio. La gorda cobradora me ha tirado dedo y me
advierte:
-¡Ya peee, tío! ¡No me vengas con vainas… aquí nada de mañoserías…
porque le paso el dato al policía de la próxima esquina… y fuiste! ¡Tranquilo,
tranquilo, peee!
Doy una mirada por encima de masa
y reparo que la masa es jodidamente femenina; de 45 pasajeras que quedan, 32
son mujeres y de ellas, 30 son mamás con una o dos guaguas en las rodillas y
otra más al costado. De pronto, un gran rompe-muelles se hace presente y el
brinco ha convertido el bus en un brioso corcel que se encabrita furiosamente.
Salen despedidas algunas criaturas que nuevamente son amamantadas y empieza la
función: llanto sobre llanto, grito sobre grito y la plaga se convierte en un
escándalo de pichones hambrientos. En un nido desesperado de gemidos y lamentos
y esto ya es una cuna de infantes gritones, llorones y mamones. El bus se
detiene en la próxima esquina y el ataque de los líquidos aguantados se me viene
incontenible. Salgo apurado para buscar un refugio y poder desahogar mis
líquidas ansias y otra vez esa gorda sensación vuelve a la carga:
-¡Oye, tú, choche! ¡No te me vayas sin pagar pasaje! Esto nues la
beneficiencia… y entre dientes creo
escuchar: (mañoso de mierda).
Me detengo, azorado y temblando.
Saco las monedas para pagar y ya es muy tarde. El carro ha partido raudamente y
ya sentado de un golpe, calladito, mastico la impotencia de haber podido encontrar ese
sitio salvador que me librara de esta humedad que me tiene atrapado entre mi
pantalón y el tiempo en que se descubra esa hebrita amarilla que, tropezando en
cada frenada, avanza sigilosamente por debajo de los asientos sin ningún
reparo.
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