A pedido de Ata y Homero Gamarra
Andreu, Pepita de la Barra y su grupo de fans; del Chino Alberto Che Piu junto
con sus reliquias, así como de otros cientos de seguidores encabezados por
Perico de los Palotes; me permito responderles a su solicitud e insistencia:
… apenas pude escabullirme por
entre esa plaga sentada de comadres portando sus amplios y cargados biberones
expuestos al aire libre. Un tanto repuesto y al tratar de avanzar por en medio
de esa central lechera, estiré mi mano a ciegas y fue a dar justamente en uno
de los mayores surtidores (según pude constatar luego) y al instante me encendí
más rojo que un rocoto colorau. En cambio, la ofendida matrona, apenas
descubrió al dueño de tamaño atrevimiento público, se puso granate de
indignación y me azotó un cachetadón que me dislocó hasta el esternón; no del
todo satisfecha, cogió aquel inmenso porongo de mi desdicha con ambas manos y
me pegó un manguerazo de cabo a rabo con esa espesa y tibia leche que en el
momento me supo a sebo de culebra.
Ya en la vereda, caminaba
encogido y tembloroso porque ese líquido pastoso se había fermentado y me
estaba convirtiendo en queso. En Queso Gruyere seguramente, después de visitar al
proctólogo, pensaba. Me pasé a la otra acera que estaba plena de sol y al rato
me resbalaba dentro de mis esquíes. Avanzaba penosamente tratando de arrastrar
mis zapatos en cada paso a fin que me acompañen y aquella subida me parecía más
empinada y ahora mi ropa parecía hecha de cartón. Pero solo era la cascarita
–seguía pensando-.
Por fin llegué al hospital y el
alma se mi vino al puerco. Y pronto reparé que mi ropa interior, en sus
insondables fondos, seguía chorreando leche. He aquí que nuevamente atacaron
los riñones como nunca y me llevaron a empellones hacia el servicio higiénico
más cercano. Una vez allí, traté de bajar la cremallera lo más rápido posible,
pero el orín y la leche acumulados impedían su apertura y lo único que pude fue
rebanarme en dos todo el prepucio. Finalmente, metí un empellón descomunal y me
tiré parte de la camiseta y partí en dos el calzoncillo. Tuve que quitármelo,
no sin antes romper las medias y los zapatos al querer sacarme íntegro el
pantalón.
Después de estos ligeros
inconvenientes, hallé el consultorio de Urología y de solo ver las caras desencajadas
de los pacientes atendidos por el Dr. Manotas (así le decían), me entró una
desesperanza tal que decidí regresarme a casa. Pálido y tembloroso, traté de
pararme y no pude. Mi poto entero parecía soldado al asiento y ya me sentía un
caballero andante provisto de una cota de malla que impedía moverme un
milímetro. “Yo puedo” me repetía; y el pantalón se cuarteó. Impotente, ante
tanta desgracia junta, ya iba a dar el primer paso de regreso a mis covachas de
invierno, cuando salió una imponente auxiliar y me dijo:
-¡Ahhh… con usted quería hablar! Lo hemos estado llamando desde las
siete de la mañana…
-Pero, señorita, la atención
empieza a las nueve…
-Sí, pero usted es un caso especial y el doctor lo ha estado esperando
con muchas ansias… ya que usted está muy recomendado… y él se ha preparado como
nunca. ¡Pase, pase, pase usted!
Un negro presentimiento me cruzó
por la mente. Apenas ingresé, una enérgica y potente voz me ordenó, señalándome
el oscuro cadalso, digo la desvencijada camilla:
-¡Deje de temblar y póngase sereno! ¿Es su primera vez? Porque me
gustan los primerizos…
-Primera vez en el consultorio,
no; doctor. Pero, para este examen de la próstata, sí. Y recordé al último
paciente que salió maldecía repetidamente, jurándose nunca más volver por allí,
mostrando, además, una serie de apósitos manchados con sangre; entonces yo no…
-¡Ahhh… era eso! No se preocupe,
mi amigo; que yo tengo mucha experiencia y le aseguro que va a sentir la
penetración de este dedito…
Y me mostró su índice que más
parecía un gigantesco plátano de isla; y ya sin poder emitir sonido alguno, fui
cabizbajo hacia la piedra del sacrificio.
-¡Sube a la camilla, viejito! Quítate el pantalón y ponte de arrodillas
apoyado en tus brazos, baja tu cabecita y la colocas sobre tus manos…
La situación era por demás incómoda
porque estaba medio desnudo y totalmente desprotegido ante la adversidad de mi
destino y más asustado que una rata, porque parecía que iba a perder algo. El
inmenso médico se colocó algo así como un guante y ya iba a pegar la estocada
mortal… Cuando se escucharon unos golpes en la puerta del consultorio:
-¡Buenos días, doctor Bronco! Somos sus alumnos practicantes, citados
para observar cómo se efectúan estos exámenes tan comentados …dado su gran…
Esa vocecilla me sacó de quicio y
volví a la realidad. Aquel saludo me parecía muy conocido; sobre todo esa
melodiosa voz salida de la mejor alumna de mi salón. Sí, ahora recordaba que se
trataba de un grupo de mis alumnos del X semestre. Quise que la tierra me
tragara en ese mismo momento. Me cubrí la cara… pero fue demasiado tarde:
-¡Buenos días, doctor Paredes… ¿es usted, nooo? Pero no se preocupe,
nadie en el salón sabrá de este encuentro tan fortuito e intempestivo; menos de
sus intimidades…
Mortalmente herido, solo atiné a
recoger mi integridad y meterme mi vergüenza al po…to. Me vestí desesperadamente
en silencio, tratando de guardar algo de dignidad; salí presuroso del
consultorio y desde ese traumático examen nunca más he tenido problemas
prostáticos.
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