jueves, 18 de octubre de 2018

EXAMEN (Segunda Parte)



A pedido de Ata y Homero Gamarra Andreu, Pepita de la Barra y su grupo de fans; del Chino Alberto Che Piu junto con sus reliquias, así como de otros cientos de seguidores encabezados por Perico de los Palotes; me permito responderles a su solicitud e insistencia:

… apenas pude escabullirme por entre esa plaga sentada de comadres portando sus amplios y cargados biberones expuestos al aire libre. Un tanto repuesto y al tratar de avanzar por en medio de esa central lechera, estiré mi mano a ciegas y fue a dar justamente en uno de los mayores surtidores (según pude constatar luego) y al instante me encendí más rojo que un rocoto colorau. En cambio, la ofendida matrona, apenas descubrió al dueño de tamaño atrevimiento público, se puso granate de indignación y me azotó un cachetadón que me dislocó hasta el esternón; no del todo satisfecha, cogió aquel inmenso porongo de mi desdicha con ambas manos y me pegó un manguerazo de cabo a rabo con esa espesa y tibia leche que en el momento me supo a sebo de culebra.
Ya en la vereda, caminaba encogido y tembloroso porque ese líquido pastoso se había fermentado y me estaba convirtiendo en queso. En Queso Gruyere seguramente, después de visitar al proctólogo, pensaba. Me pasé a la otra acera que estaba plena de sol y al rato me resbalaba dentro de mis esquíes. Avanzaba penosamente tratando de arrastrar mis zapatos en cada paso a fin que me acompañen y aquella subida me parecía más empinada y ahora mi ropa parecía hecha de cartón. Pero solo era la cascarita –seguía pensando-.
Por fin llegué al hospital y el alma se mi vino al puerco. Y pronto reparé que mi ropa interior, en sus insondables fondos, seguía chorreando leche. He aquí que nuevamente atacaron los riñones como nunca y me llevaron a empellones hacia el servicio higiénico más cercano. Una vez allí, traté de bajar la cremallera lo más rápido posible, pero el orín y la leche acumulados impedían su apertura y lo único que pude fue rebanarme en dos todo el prepucio. Finalmente, metí un empellón descomunal y me tiré parte de la camiseta y partí en dos el calzoncillo. Tuve que quitármelo, no sin antes romper las medias y los zapatos al querer sacarme íntegro el pantalón.
Después de estos ligeros inconvenientes, hallé el consultorio de Urología y de solo ver las caras desencajadas de los pacientes atendidos por el Dr. Manotas (así le decían), me entró una desesperanza tal que decidí regresarme a casa. Pálido y tembloroso, traté de pararme y no pude. Mi poto entero parecía soldado al asiento y ya me sentía un caballero andante provisto de una cota de malla que impedía moverme un milímetro. “Yo puedo” me repetía; y el pantalón se cuarteó. Impotente, ante tanta desgracia junta, ya iba a dar el primer paso de regreso a mis covachas de invierno, cuando salió una imponente auxiliar y me dijo:
-¡Ahhh… con usted quería hablar! Lo hemos estado llamando desde las siete de la mañana…
-Pero, señorita, la atención empieza a las nueve…
-Sí, pero usted es un caso especial y el doctor lo ha estado esperando con muchas ansias… ya que usted está muy recomendado… y él se ha preparado como nunca. ¡Pase, pase, pase usted!
Un negro presentimiento me cruzó por la mente. Apenas ingresé, una enérgica y potente voz me ordenó, señalándome el oscuro cadalso, digo la desvencijada camilla:
-¡Deje de temblar y póngase sereno! ¿Es su primera vez? Porque me gustan los primerizos…
-Primera vez en el consultorio, no; doctor. Pero, para este examen de la próstata, sí. Y recordé al último paciente que salió maldecía repetidamente, jurándose nunca más volver por allí, mostrando, además, una serie de apósitos manchados con sangre; entonces yo no…
-¡Ahhh… era eso! No se preocupe, mi amigo; que yo tengo mucha experiencia y le aseguro que va a sentir la penetración de este dedito…
Y me mostró su índice que más parecía un gigantesco plátano de isla; y ya sin poder emitir sonido alguno, fui cabizbajo hacia la piedra del sacrificio.
-¡Sube a la camilla, viejito! Quítate el pantalón y ponte de arrodillas apoyado en tus brazos, baja tu cabecita y la colocas sobre tus manos…
La situación era por demás incómoda porque estaba medio desnudo y totalmente desprotegido ante la adversidad de mi destino y más asustado que una rata, porque parecía que iba a perder algo. El inmenso médico se colocó algo así como un guante y ya iba a pegar la estocada mortal… Cuando se escucharon unos golpes en la puerta del consultorio:
-¡Buenos días, doctor Bronco! Somos sus alumnos practicantes, citados para observar cómo se efectúan estos exámenes tan comentados …dado su gran…
Esa vocecilla me sacó de quicio y volví a la realidad. Aquel saludo me parecía muy conocido; sobre todo esa melodiosa voz salida de la mejor alumna de mi salón. Sí, ahora recordaba que se trataba de un grupo de mis alumnos del X semestre. Quise que la tierra me tragara en ese mismo momento. Me cubrí la cara… pero fue demasiado tarde:
-¡Buenos días, doctor Paredes… ¿es usted, nooo? Pero no se preocupe, nadie en el salón sabrá de este encuentro tan fortuito e intempestivo; menos de sus intimidades…
Mortalmente herido, solo atiné a recoger mi integridad y meterme mi vergüenza al po…to. Me vestí desesperadamente en silencio, tratando de guardar algo de dignidad; salí presuroso del consultorio y desde ese traumático examen nunca más he tenido problemas prostáticos.


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