Había transcurrido solo algunos
minutos de mi llegada a la casa de vecindad del populoso barrio donde
transcurría toda mi feliz niñez y mi expectante adolescencia. La pichanga había
resultado más que picante y disputada al extremo; toda vez que las apuestas se
habían duplicado y triplicado en casi todos y cada uno de los contrincantes; es
decir que esta vez no solo se trataba de ver quién podía anotar la mayor cantidad
de goles en el arco del choche que por decisión momentánea y tratando de
equiparar equipos, había escogido jugarse la vida en el puesto de más
responsabilidad: metido entre dos piedras que hacían las veces de parantes.
-Pero el Cojo Martínez quiere
jugar de centro delantero esta vez… porque se está jugando los diez soles que
le ha dado su vieja para comprar el pan…
-OK, de acuerdo, ¡pero que no
juegue con su muleta de fierro! En la pichanga anterior se llevó a tres
jugadores de mi equipo… se los llevó hasta la posta médica…; pero es muy noble
el pendenciero, le ha querido prestar sus muletas por las noches… al pobre
Renacuajo que está con la pata partida… ¡Y se la ha jurado!
-¿Y cómo va a jugar en una pata?
-¡Que se las arregle! ¡Total, El
Cojín siempre ha sido el campeón de la rayuela en una sola entrada y sin parar!
-¡Sí, pueee… nos daba ventaja!
Bueno, bueno; volviendo al
partido, acabamos el encuentro pactado a muerte con el 50% de heridos por
bando. Ambos equipos habíamos empleado tácticas italianas –el Catenaccio en su
máxima expresión de barbarie-, pero logramos empatarlos en el último minuto:
siete a siete; pero habían apuestas… así que… ¡Penales!
De antemano sabíamos que el Cojo
era suicida y por sus diez soles sería capaz de taparle un penal al mismo Depredador.
¿Qué haríamos?
Efectivamente, el equipo
contrario, Los Osos Calzón Negro, lo eligieron por unanimidad y por su
amenazante muleta –socorrido recurso de infalible resultado-. Solo tres
disparos por un mismo jugador y en caso de igualdad, pateaban los arqueros.
Nosotros, Los Panachos, confiamos plenamente en el Tarro Ponce y metió los tres
taponazos pese a que en nuestra última chance el Cojo voló a un lado, mientras
que la bola se le metía por el otro. Sin dudarlo, lanzó adrede su muleta y desvió
el tiro; felizmente la pelota chocó en la parte interna de una de las piedras y
pudimos empatar.
Desesperados por ver el resultado
del pendiente desafío futbolístico entre los doce íntimos de la Furiosa
Tempestad, sorteamos el arco para la ejecución, así como cuál de los equipos empezaría
la última ronda. Nuestro zurdo, queriendo dejar en ridículo al Cojo le tiró una
rabona creyendo que la bola se le metería chorreada por el lado opuesto de ese rengo
arquero; pero éste, de espaldas se volteó como un gato y junto con una sonora
carcajada atinó a lanzar la muleta del lado más ancho hacia el otro extremo… y
esta vez consiguió desviar totalmente el disparo.
Mientras el equipo ganador
lanzaba al aire su doble héroe, esquivando la caída metálica de su pesada arma
de combate, daban insolentes vivas y burlones cánticos copiados de las barras
bravas; nosotros, cabizbajos, íbamos borrando sus huellas pateando el aire con
mucho desánimo y con un dolor muy hondo en el alma. Iba pensando: ese sol
tomado del monedero de mi hermano me arañaba desde las entrañas… Pero se han
jodido, ya estaban advertidos, el próximo sábado por la mañanita conseguiremos
el doble de la apuesta y… seguro que vamos a ganar: le estamos consiguiendo una
muleta de palo al Cojo desgraciado… más sabemos que en el fondo es el choche
que en cualquier momento él se jugaría la vida por cualquiera de nosotros.
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