Y aunque pareciera imposible, casi
le pongo cuernos a tu chancho y no era porque en la última encerrona lo sentí con
sabor a chicharrón de sebo. No; ya que ese “Bocatto di Cardinale” no figuraba
en mi carta; porque, dentro de tus ampulosas bondades, hubiera constituido toda
una aberración, al dejar escapar entre las manos su alucinante forma y
espectacular tamaño; para luego, querer cambiarlo por otro similar o algo
aproximado. ¡Neva, jamás!
Además, porque el tuyo
–conociéndolo como lo conozco-, siempre ha sido el más deseado en el barrio
debido, precisamente, a sus exactas proporciones, su pausado yantar y el loco
bamboleo de cada mordida con la que se agitaba la masa adolescente, juvenil e
inclusive, haciendo sacudir las papilas, a los inquietos abuelitos de la
tercera y cuarta edad provocándoles infarto fulminante por prolongada ausencia de
carnes; terminando con su cabeza volteada hacia atrás por contemplar
alucinaciones; pero eso sí, con full pellizcos y moretones otorgados
graciosamente por los certeros carterazos de las celosas esposas.
Y es que cada mañana que paso
junto a las delicias que expones a la luz de todos los viandantes que por allí
circulan y quienes también están convencidos de ese tu impoluto bocado. Quisiera
acercarme a ti nuevamente y poderte disfrutar de principio a fin como hace
tantos soles no han visto departir tu suculento potaje, hasta el punto de
terminar satisfechos tanto el uno como el ocho; mejor diré, tanto yoni como
tumbes.
Mas hará cuestión de quince días
atrás, para mí resultó ser un viernes muy especial, pues desde que metí la pata
izquierda en el zapato, sufrí un tremendo escalofrío que por poco me tumba de
cabeza sobre la bacinica a full. Traté de cogerme del cajón saliente de la
mesita de noche y se me vino encima, haciendo que mis documentos navegaran
libremente dentro de los orines. Nuevamente quise tomarlos antes que empiece su
viaje orinal y me agaché con tal impulso que no calculé el respaldar de la
vieja silla de roble situado a medio camino y me abrí una ceja de par en par.
Allí destapé imparables chorros de sangre que fluían a borbotones, tapándome
por completo un farol. Quise avanzar a la puerta y estúpidamente me cubrí el
otro. Di un paso adelante y retrocedí tres, pues la media hoja de la puerta se
ofreció de voluntaria infranqueable, solo después reparé en tenerla metida en
medio de la frente. Sin otra opción, jalé un banco pequeño y traté de sentarme
para tomar aliento, con tan mala suerte que sus patas parecieron caminar… y
rapidito; pues al flexionar las piernas solo hallaron una de las esquinas
peleando brutalmente con el coxis, para luego venirme junto con los 99.9 kg
(calato) de puro chancho.
Pasada esta pequeña escaramuza
matinal, después de santiguarme por 20 veces seguidas con ambas manos (por
siaca se hubiese alterado mi +biorritmo) y bañado en dos cilindros de agua
bendita, salí decidido a desafiar nuevamente mi día de miércoles, aunque sabía
que era un viernes negro y hasta hoy sigo convencido que fue un día malito,
digo, maldito. Y no se trataba de Halloween, del cruce de un gato negro o que
una bruja (posiblemente tu mamá) me haya meado; no. Creo que el asunto de
marras solo se debió a situaciones coincidentes en la vida de cualquier mortal.
Sino, pruebas al canto: iba a
cruzar la calle desde donde yo creía sentir los gratos aromas de tu chanco fresquito
y listito para ser devorado. Cerré los ojos en ese ciego delirio para otear tu
inconfundible vaho ardiente y alcé la cabeza con la nariz hacia el cielo; pero,
apenas puse el pie en la calzada pasó un inmenso tráiler con doble carreta a
100 km por hora que me despeinó hasta los pelos más recónditos y me quedé
petrificado. Pasaron cinco minutos antes de poder recobrar la respiración, pero
el corazón se me escapaba por los ojos. Solo después de ver tu primoroso
chancho recobré la calma y me hice llevar de la mano por una viejita.
La verdad que nuevamente pude gozar
de tu sabroso chancho cual otro chancho; pero esta vez lo hice purito, calatito
y sin ningún aditamento. También debo decir que como nunca lo acaricié, lo besé
y hasta lo quería abrazar. Terminé mi faena completamente satisfecho,
felicitándome por haber conseguido el clímax del deseo.
Todo iba de lo más bien y los
muchachos, en la oficina, me preguntaban por la causa de tanta felicidad
mostrada, hasta parecía otro hombre con el disfrute de un ignoto placer logrado
y que se me chorreaba hasta por los poros. Como siempre, fue un desfogue
inusual de muchas ansias contenidas… Hasta que, al poco rato, un ligero sonido
pasó fugaz, casi desapercibido, cual un pequeño eructo interno, posiblemente, producto
de tanta emoción acumulada desde la dichosa mañana. Luego, los pequeños sonidos
se hicieron estruendos en toda la oficina paralizando los demás ambientes
contiguos. Los gruñidos se transformaron en gigantescos truenos y en las otras
oficinas, abrumados, se preguntaban sobre qué gran fiesta de guardar se estaba
festejando con tanto cohetón y reventazón de estruendosas troyas.
Solo después de tres días, he
despertado en una cama de hospital. La enfermera de turno acaba de informarme
que hubo de aplicarme los santos óleos después de hacerme tres operaciones
casi al hilo porque recién, después de la segunda, descubrieron que tenía el
hígado muy graso y lo habían retirado. Que actualmente estoy con un trasplante
de chancho, mientras se consigue un donante humano. De pronto, miro el sol y
otra vez vuelve a mi mente tu puesto de butifarras; pero sin lugar a dudas y…
aunque me muera, ¡seguiré disfrutando de tu incomparable chancho!
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