Abro los ojos y después de mucho
tiempo, una tenue ráfaga de luz logra filtrarse por esa rendija de la ventana y
logra darme en pleno rostro. Miro el despertador, que también se ha quedado
dormido, pues sigue marcando las 7; pero el timbre de mi celu me hace reparar
que ya son las 7:30 y estoy recontra jodido. Mi chamba se inicia a las 8:30 y
solo me queda pegarme un duchazo y volar ipso facto, so pena de aguantarme un
descuento por cometer un tercer atraso en la semana.
Estoy con solo medio pie en el
estribo de la cúster. Estiro el cuello como una jirafa entre los dientes de una
jauría para ver dónde me encuentro y de pronto, me imagino todo un Leonardo Di
Caprio… con la cabellera arrancada por el viento y alucino encontrarme en la
proa del Titanic, hasta que, de golpe, un feroz sopapo no solo me despierta,
sino que me hace ver estrellas a mil por hora… bueno, quinientas, porque el
recto de derecha o de izquierda me ha clausurado un ojo. Quiero saber de dónde
partió ese infernal huaracazo. Tras media mirada maldita, reparo que un par de
ojazos pardos, pardos hasta el delirio, se han clavado en los míos. Digo, en el
mío. A pesar de percibir todo a media caña, sueño que ella está por guiñarme
uno de los suyos (aunándose a mi dolor) y trato de esbozar una sonrisa, aunque
se me parte la quijada; los mocos se me quieren escapar a toda prisa y, lo
peor, no puedo tomar el pañuelo porque está a 200 millas de distancia y tengo
las manos ocupadas; ojo, en ambas agarraderas de la puerta.
Sí, efectivamente, esta morocha
angelical me ha dejado entrever la incomparable blancura de sus dientes y ya no
resisto más… pujo y empujo para poder cercarme siquiera un milímetro a ella. El
ojo se me sale y el corazón está desbocado. Creo que me ha chapado el Dengue,
el Sika y la Chikinguya juntos. Estoy con una tembladera tal, que mis vecinos
de viaje han gritado ¡terremoto! Sin embargo, sigo fiel, impertérrito y como un
pendón al viento porque he perdido el estribo y me vengo abajo: ¡auxilio!
Menos mal que aquel grito destemplado
(el de mis compañeros de travesía) hizo parar al fercho. En esta esquina baja
medio mundo y ella está allí. Es toda una boa campante y despampanante. No
puedo más y me acerco:
- ¡Hola! ¿Esta es la esquina de
María Magdalena?
- ¡Estás muy lejos… papito!
- ¿Cómo a cuánto… mamacita?
- ¡Como a un kilómetro… ¡No,
mentira! Estamos cerca del Parque de los Enamorados.
- ¿Puedes mostrarme por dónde
llegar allí?
- ¡Tienes mucha suerte, también
voy al sitio!
(¿Y la chamba? Qué importa,
¡Total… siempre mi iban a clavar el descuento de un día! Pero bien vale la
pena… ¡Porque con esta mamacita me pierdo todo el mes!).
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