Había venido con una inflada
mochila desde antes de nacer, porque antaño, su difunto abuelo era conocido como
“Pepe la Bala” debido a sus grandes dotes de improvisado velocista; sobre todo,
después de saquear las huertas vecinas. Y como la casta le viene al galgo, este
indilgó la chapa, mote o sobrenombre a su hijo mayor “Balón” y este, a su vez,
sobre su retoño, nuestro compañero de correrías infantiles, adolescentes y de
nuestra joven adultez, muy cargada de fraternales encuentros, desencuentros;
pero siempre dentro de la usual camaradería propia de los “chicos de barrio”.
Así, pues nuestro querido y estimado “Balín” había recibido por obligatoria
herencia su inconfundible y acertado chaplín.
Pero sin duda alguna, Balín era
caso excepcional, pues no solo había recibido gratis la velocidad paterna, sino
que dentro de la encomienda también estaba incluida una súper extra cámara de
gases asfixiantes, cuyo comando, manejado a voluntad, podía emitir silenciosas
emanaciones estomacales o sucesivos disparos capaces de despertar a un difunto
en pleno velorio; tal como nos ocurrió en sendas oportunidades de necesidad
mortal.
Resulta que nuestra mancha se
había enterado sobre la proyección de una película, donde la protagonista J Lo,
no solo bailaba en atrevidas y transparentes mallas, sino que hacía topless y
desnudos completitos hasta por tres veces (y sin censura, pues no le había
parecido tan cruda a la santa autoridad). El acuerdo pactado por la collera fue
para el siguiente sábado en última función; luego, nuestra presencia tenía el
carácter de OBLIGATORIA (inclusive aún agonizantes tendríamos que asistir).
Una vez frente a la pantalla y más
o menos en la mitad de la sala, ocupamos tres medias filas hacia uno de los
costados y a Balín justo lo colocamos en medio de la primera. Delante de
nosotros se ubicaron cuatro descomunales roperos de cinco cuerpos con sus acarameladas
parejas, las que, desde se sentaron parecían estar dispuestos a batir sus
propios records de arrumacos, haciendo crujir las butacas; pero si ello era
insoportable, lo peor de todo era que, dichas mulas, digo moles, estaban dificultándonos
horriblemente la visión de la pantalla. Y esto, según nuestro reglamento,
estaba prohibido; sobre todo, en nuestro cine; en nuestra película; ni mucho
menos, siendo protagonista nuestra adorada J Lo! Nos miramos entre todos y de
antemano sabíamos lo que había que hacer: nos frotamos las manos y tras una
mirada torva, preparamos una estrategia infalible: ¡Balín! Nos acercamos muy
sigilosamente:
-Balín, necesitamos de tu ayuda…
Tú ya sabes la razón! ¿Listo?
-A sus gratas órdenes, jefes!
Después de un mutismo expectante, un
ruido ensordecedor sorprendió a la sala y todos, absolutamente todos los
espectadores se sobresaltaron y se pusieron en pie, como si se tratara de un
fuerte temblor. Nos miramos y sonreímos maliciosamente. Continuaba el film y
casi todos volvieron a tomar su sitio, aún temblorosos; sin darse cuenta que
una peste invisible pero altamente nociva invadía nuestros alrededores. Solo
después de meterse los insoportables efluvios por la nariz hasta el fondo del
cerebro, escuchamos una voz que gritó:
-¡Qué es esto, Dios mío! ¡Sálvese
quien pueda! Y media sala quedó desocupada.
Sabíamos de los efectos expansivos
y destructivos que causaban los resoplidos subterráneos de Balín y casi siempre
lo guardábamos para ocasiones espaciales, pues hallábamos en él un tanque
portátil de gas a nuestra entera disposición. Sin embargo, en contadas
ocasiones le pedimos hacer uso de sus armas silenciosas pero de efectos
irrespirables. En tales momentos, ni siquiera por ser sus choches podíamos
librarnos de sus alcances en vista que sus efectos realmente eran demoledores y
de pronósticos Top Secret, pero siempre generaban un gran vacío –cual bomba de
Hiróshima- muy difícil de ser repoblada por varios días.
De la collera, quienes estábamos
en la Universidad, apenas alcanzábamos a una docena en diversas Facultades y
Escuelas y por las experiencias aprendidas en los primeros años, “aprendimos” a
postergar exámenes no programados con anterioridad, pero que el “doctor” de
turno, ingresaba a la clase y gritaba:
-Señores alumnos, por razones de
trabajo administrativo y solo por ello, me veo en la imperiosa necesidad de
tomarles una pequeña pero FÁCIL evaluación… así que saquen una hojita…
Inmediatamente, aparecían por arte
de magia una infalible contrapropuesta: metidas en una cajita de fósforos,
reposaban dispuestas, una docena de pepitas verdes de Quillay. Las arrojábamos
sobre el piso y se acabó el examen. El inaguantable olor que despedían dichas
bolitas era peor que el de las lacrimógenas. Nunca nos falló en los siguientes
semestres y desde allí nació la semana de exámenes.
Pasaron los años y siendo
muchachos más maduros (?) nos enteramos a última hora que habían elecciones
universitarias para elegir representantes a la Federación de Estudiantes
Universitarios y dos de la collera estaban de candidatos. El local designado
para realizar la votación reventaba de alumnos y las mesas dispuestas para cada
Escuela Profesional estaban abrumadas por el descontrol, las arengas
partidarias y el desconocimiento total de los electores.
Tratamos de meternos –siempre en
mancha- por entre el conglomerado de estudiantes, metiendo combo y patada a
granel, pero nones! Intentamos con nuestras pepitas, tampoco! Solo nos quedaba
una última chance: Balín!
Regresamos por la tarde y el
ambiente estaba casi desierto: los miembros de mesa con sus pañuelos mojados;
las mesas alejadas unas de otras, pero solitarias y cada uno ejerció su derecho
a votar y nos reímos a grandes carcajadas. Sin embargo, poco después -en plena
calle- no entendíamos porqué nos habían botado! Ello no era dable… ¡Qué tal
educación!
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