domingo, 7 de septiembre de 2025

SUEÑOS DE FURIA

 

SUEÑOS DE FURIA

Era como si el cuerpo entero se me incendiara por dentro, como si me hubieran metido en una olla de vapor con los poros abiertos y los ojos cerrados, viendo y no viendo, sintiendo y no sabiendo si era sueño, delirio o puro desenfreno. Aquel encuentro, ese que me dejaba babeando como perro en celo, aparecía y se esfumaba como un fantasma caliente, metido entre la tibieza de una visión borrosa, sudada, llena de jadeos y espasmos. Fogosos deleites, uno tras otro, como si me hubieran amarrado al potro del deseo y me azotaran con látigos de carne.

Despertaba y no despertaba. Medio consciente, medio animal, con los instintos bajos pidiéndome a gritos que volviera a trotar, a galopar, a morder las crines de mis propias ganas adolescentes. Cerré los ojos otra vez, como quien se lanza al abismo con gusto, y ahí estaba yo, pica que pica las espuelas en esas ancas virginales, montándolas sin tregua, sin pudor, sin pausa. Cabalgaba metido en ese sueño como quien quiere alcanzar el infinito sobre una potra salvaje que no se deja domar, que me sacude, me revuelca, me escupe, me grita. Y bastaba con cerrar las persianas, con apagar el mundo, para tenerla otra vez.

Mi mente, en sus momentos de tregua, pintaba de blanco, como si quisiera purificarse, pero no duraba nada. Volvía el sacudón, el temblor, la insinuación brava de ese jineteo a pelo, sin montura, sin reglas. Subía y seguía, sudando como puerco en feria, desnudo, empapado, mientras el sopor me agarraba por el cuello y me arrastraba por todo el cuerpo, reptando como serpiente caliente. La potra divina gemía, se retorcía, me decía “así, así, así”, y yo le imprimía más, más, más, como si el placer fuera una estampida que no se detiene.

No quería bajarme de esa cabalgadura. Me aferraba como loco, como poseído, sintiendo chispear el frenesí que nos llevaba perdidos en un solo éxtasis, como si el mundo se hubiera reducido a ese subibaja infernal. Luego, un vacío, breve, traicionero, pero volvía el jadeo, el roce, el choque de carnes, y otra vez estábamos unidos, pegados, volteados, revueltos, sin querer saber de la quietud, sin pedir tregua, sin pensar en nada más que en seguir.

Recuperé el sentido, o eso creí, y busqué ese cuerpo cómplice, esa sirena que se deslizaba entre mis piernas como pez caliente, sin detener su ritmo feroz. Quise abrazarla, cogerla, meterla entre mis brazos, fundirme en ese calorcito seductor, pero no estaba. Se había perdido entre las sábanas, entre los pliegues, entre las sinuosidades de ese nido de orgasmos que ya no encontraba. Tanteé, busqué, dale y dale, como quien busca la razón de un gozo que lo ha llevado por caminos ignotos, por rutas de placer que no tienen mapa ni destino.

Desesperado, me lancé otra vez en su búsqueda. Nada. Silencio. Vacío. Destapé todo, el nido, las sábanas, el colchón, y solo quedaba en mí un sabor agridulce, lejano, como el eco de un vaivén que me había sacudido hasta los huesos. Subí y bajé esas montañas de blancura, de sabor jamás probado, y ese sabor extraño se metía más y más, acompañando la cadencia diabólica del galope insaciable.

Volví la cabeza y ahí estaba. Recostada, plácida, como gacela en acecho, mostrando sus bondades sin pudor. Pero yo, desesperado, seguía buscando sus formas, sus colores, sus contornos insaciables. Abrí las persianas de par en par, como quien quiere ver la verdad, y lo único que encontré fueron recuerdos vaporosos, un par de pies blancos, delicados, estirados, con uñas largas, crecidas, que se perdían en la blancura de la nada.

Y ahí, en esa nada, me quedé. Con el cuerpo temblando, con el alma revuelta, con el deseo aun galopando sin destino.

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