SUEÑOS DE
FURIA
Era como si
el cuerpo entero se me incendiara por dentro, como si me hubieran metido en una
olla de vapor con los poros abiertos y los ojos cerrados, viendo y no viendo,
sintiendo y no sabiendo si era sueño, delirio o puro desenfreno. Aquel
encuentro, ese que me dejaba babeando como perro en celo, aparecía y se
esfumaba como un fantasma caliente, metido entre la tibieza de una visión
borrosa, sudada, llena de jadeos y espasmos. Fogosos deleites, uno tras otro,
como si me hubieran amarrado al potro del deseo y me azotaran con látigos de
carne.
Despertaba y
no despertaba. Medio consciente, medio animal, con los instintos bajos
pidiéndome a gritos que volviera a trotar, a galopar, a morder las crines de
mis propias ganas adolescentes. Cerré los ojos otra vez, como quien se lanza al
abismo con gusto, y ahí estaba yo, pica que pica las espuelas en esas ancas
virginales, montándolas sin tregua, sin pudor, sin pausa. Cabalgaba metido en
ese sueño como quien quiere alcanzar el infinito sobre una potra salvaje que no
se deja domar, que me sacude, me revuelca, me escupe, me grita. Y bastaba con
cerrar las persianas, con apagar el mundo, para tenerla otra vez.
Mi mente, en
sus momentos de tregua, pintaba de blanco, como si quisiera purificarse, pero
no duraba nada. Volvía el sacudón, el temblor, la insinuación brava de ese
jineteo a pelo, sin montura, sin reglas. Subía y seguía, sudando como puerco en
feria, desnudo, empapado, mientras el sopor me agarraba por el cuello y me
arrastraba por todo el cuerpo, reptando como serpiente caliente. La potra
divina gemía, se retorcía, me decía “así, así, así”, y yo le imprimía más, más,
más, como si el placer fuera una estampida que no se detiene.
No quería
bajarme de esa cabalgadura. Me aferraba como loco, como poseído, sintiendo
chispear el frenesí que nos llevaba perdidos en un solo éxtasis, como si el
mundo se hubiera reducido a ese subibaja infernal. Luego, un vacío, breve,
traicionero, pero volvía el jadeo, el roce, el choque de carnes, y otra vez
estábamos unidos, pegados, volteados, revueltos, sin querer saber de la
quietud, sin pedir tregua, sin pensar en nada más que en seguir.
Recuperé el
sentido, o eso creí, y busqué ese cuerpo cómplice, esa sirena que se deslizaba
entre mis piernas como pez caliente, sin detener su ritmo feroz. Quise
abrazarla, cogerla, meterla entre mis brazos, fundirme en ese calorcito
seductor, pero no estaba. Se había perdido entre las sábanas, entre los
pliegues, entre las sinuosidades de ese nido de orgasmos que ya no encontraba.
Tanteé, busqué, dale y dale, como quien busca la razón de un gozo que lo ha
llevado por caminos ignotos, por rutas de placer que no tienen mapa ni destino.
Desesperado,
me lancé otra vez en su búsqueda. Nada. Silencio. Vacío. Destapé todo, el nido,
las sábanas, el colchón, y solo quedaba en mí un sabor agridulce, lejano, como
el eco de un vaivén que me había sacudido hasta los huesos. Subí y bajé esas
montañas de blancura, de sabor jamás probado, y ese sabor extraño se metía más
y más, acompañando la cadencia diabólica del galope insaciable.
Volví la
cabeza y ahí estaba. Recostada, plácida, como gacela en acecho, mostrando sus
bondades sin pudor. Pero yo, desesperado, seguía buscando sus formas, sus
colores, sus contornos insaciables. Abrí las persianas de par en par, como
quien quiere ver la verdad, y lo único que encontré fueron recuerdos vaporosos,
un par de pies blancos, delicados, estirados, con uñas largas, crecidas, que se
perdían en la blancura de la nada.
Y ahí, en esa
nada, me quedé. Con el cuerpo temblando, con el alma revuelta, con el deseo aun
galopando sin destino.
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