Esta era la decimotercera vez que el sujeto se levantaba a las dos de la mañana como si lo hubieran despertado a punta de trompetazos y cachetadas metafísicas. Abría los ojos como si fueran ventanas mal engrasadas, con las pupilas clavadas en el techo como si esperara que le cayera una señal divina o, mínimo, una paloma mensajera. Las pestañas, por su parte, se disparaban al infinito como si fueran cohetes de Año Nuevo sin dirección ni propósito. El corazón, más acelerado que mototaxi en bajada, latía como si estuviera en plena competencia de campeonato inter barrios, mientras la mente, blanca como pan sin sal, se llenaba de una pesadez tan misteriosa que parecía haber sido traída por encomienda desde Saturno.
Cada
amanecida amarga le iba soplando el cerebro como si fuera un globo de feria mal
inflado, y ese estado de inquietud lo convertía en un personaje digno de
telenovela venezolana: incomprensible, monótono y con cara de “¿qué hago
aquí?”. Poco a poco, el pobre cristiano se iba alejando de su fugaz realidad,
sumergiéndose en un mundo de sombras, ruidos lejanos y alucinaciones que
parecían haber sido diseñadas por un director de cine experimental con resaca.
Como pudo —y
eso es decir mucho— se levantó del lecho, todavía con el cerebro en modo avión.
No tenía idea de qué hora era, qué día vivía, ni si seguía siendo mamífero.
Como un robot con batería baja, se arrastró al baño sin saber si iba a orinar,
llorar o hacer contacto con seres interdimensionales. Se paró frente al espejo
y lo que vio no fue su reflejo, sino un búho gigante con cara de profesor de
filosofía, cuya cabeza giraba 360 grados como ventilador poseído. No se
mareaba, no se detenía, y él tampoco podía hacer nada más que mirar y pensar:
“¿Esto es normal o ya me fui al más allá?”
Pasaron
minutos, horas, o tal vez tres siglos, y el choche seguía ahí, clavado frente a
la figura escuálida que parecía querer retroceder, pero no podía. De pronto,
unos brazos invisibles salieron del espejo como si fueran tentáculos de pulpo
con doctorado en psicología, y lo agarraron de los hombros con una fuerza que
gritaba: “¡Tenemos que hablar!”. Él, entre quedarse quieto como estatua de
parque o dar un paso atrás y salir corriendo como rata en desfile, optó por
quedarse, mientras la imagen lo abrazaba por la cintura como ex tóxico en
fiesta patronal.
El trago era
amargo, como café de hospital, y solo pudo cerrar un ojo después de lanzar un
suspiro tan profundo que parecía haber sido extraído de una mina emocional. Por
la cuenca abierta, vio una luz matutina que le decía: “¡Ya pues, despierta,
flojo!”. Mientras tanto, el otro ojo seguía atrapado en el anonimato, en el
encierro, en la desaparición del ser humano que alguna vez fue, ahora
convertido en sombra con carnet de identidad vencido.
Finalmente,
quiso dar ese paso de retroceso sin saber si iba a terminar en otra dimensión o
simplemente tropezar con la alfombra. Agarró el lavabo como quien se agarra de
la fe, y al levantar el pie derecho, tumbó el vasito de cristal que estaba ahí
como testigo silencioso. El ruido de los mil pedazos fue como el grito de una jaladora
en vía pública: rompió el hechizo y el otro ojo despertó, abrazando la luz como
quien abraza al cobrador inexistente.
Ahora, con
ambos ojos abiertos y la luz entrando como chisme fresco, los párpados se
acomodaron en su postura natural, y las niñas —esas pupilas juguetonas—
empezaron a tomar forma. Poco a poco, las cosas volvían a ser lo que eran: el
baño, el espejo, el búho imaginario, todo en su sitio. La vida, al parecer,
había regresado como ex que dice “solo quería saber cómo estabas”.
Pero, claro,
como todo lo bueno dura menos que promesa de político, las sombras empezaron a
regresar con el pasar de las horas. Un tétrico calosfrío se instalaba en el
cuerpo como inquilino sin contrato, y los temores —esos miedos con cara de
cobrador— acudían al nuevo llamado. La media noche se acercaba, y con ella, el
retorno del NOICO, ese estado hipnótico, irreal, desconocido, pero tan
atractivo como chisme de vecina con megáfono.
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