En los abismos pútridos de las cavernas de Hogwarts, justo donde ni los fantasmas se atreven a penetrar, ni susurrar y hasta las mejores varitas mágicas tiemblan de miedo, dos figuras arrastran sus cuerpos exhaustos como si vinieran de una maratón de pociones mal mezcladas. Harry Potter, el niño que sobrevivió (por error, según varios elfos domésticos), y Hermione Granger, la hermosa, la sabia, la intensa, la que lee hasta las etiquetas de Chuchuhuasi mágico, se adentran en una cueva más húmeda que la túnica de Snape en pleno duelo.
Hermione, con
su cabello electrificado por el estrés y la humedad, se sienta en una piedra
filosa que gime (la roca, sí, está viva y resentida por no haber salido en la
saga oficial). Con ojos llenos de angustia y glitter emocional, mira a Harry
como quien mira al último pedazo de zapallo de Yumina en el almuerzo de los
Weasley. Ella murmura palabras en arameo encantado, en un dialecto que ni la
piedra filosofal podría descifrar con la ayuda de Google Traductor mágico.
"Harry... en ti he visto la fórmula del amor cuántico y el algoritmo de
mis suspiros", dice, con voz más dramática que la de Trelawney con resaca.
Harry, por su
parte, se pone más verde que una rana bajo la luna llena. "No entiendo,
Hermione", tartamudea, mientras sus neuronas hacen fila para renunciar.
Pero claro que lo entiende. Lo que no quiere es comprometerse; el choche está
más aterrado del amor que de Voldemort sin maquillaje. El chico está
emocionalmente constipado, y eso, en el mundo mágico, es peor que tener
dragones en la vejiga.
Hermione,
dolida, llora perlas, sí, PERLAS, porque sus lágrimas ya se hartaron de
ser agua salada. Las joyas caen al suelo, rebotan como canicas con rabia y de
pronto, en una metamorfosis más absurda que la dieta de Dumbledore, se
convierten en tarántulas asesinas con sombreros de copa y colmillos afilados
como las críticas de Rita Skeeter.
Las arañas,
en número bíblico, avanzan hacia Harry con la lentitud dramática de telenovela
mágica. El chico retrocede, chilla sin dignidad y agita su varita como quien
quiere espantar moscas en una funeraria. Intenta conjurar un hechizo, pero solo
le sale una flatulencia espectral que asusta a las tarántulas por dos segundos
antes de seguir el ataque.
Y allí, entre
sombras e histerias hormonales, está Ron Weasley. Oculto detrás de una
estalactita en forma de oreja, él lo ha visto todo: el amor frustrado, las
arañas asesinas, el rechazo de su mejor amigo al romance y, sobre todo, el
deseo de salvar a Hermione que lo quema como fuego infernal de calzón fundido.
Ron llora, pero no perlas. Llora escarcha que se transforma en pequeños duendes
vengativos que corean canciones de despecho.
Su corazón
explota en mil pedazos, literalmente. Un duende de San Valentín que pasaba por
ahí recolecta los fragmentos para hacer una línea de corazones rotos
coleccionables. Ron jura venganza, redención y una escena romántica digna de
crepúsculo mágico. Decide que si Harry no quiere a Hermione, entonces se la
gana con honor… o al menos con alguna táctica más elaborada que esconderse
detrás de rocas y espiar como heraldo celoso.
El triángulo
amoroso se transforma en cuadrilátero grotesco. Las arañas bailan tango sobre
los nervios de Harry, Hermione recita un poema en lenguas románicas y Ron,
enloquecido de pasión, decide que el único hechizo para salvar la situación es
dejar que las arañas cumplan su destino: picar al fulano que sobrevivió... y
que rechazó el amor por miedo al compromiso y a las cositas que se hacen cuando
uno quiere mucho.
Este capítulo
fue sellado, censurado y escondido debajo del Ala Norte del Ministerio de
Magia, donde guardan los hechizos que hacen llorar a los giratiempos. La razón:
Harry Potter debía seguir siendo el héroe perfecto, virginal y eternamente
confundido. ¿La verdad? A nadie le convenía que se supiera que el chico tenía
fobia al amor y alergia a las arañas con sombrero.
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