domingo, 24 de agosto de 2025

HARRY POTTER Y EL TRIÁNGULO ESCONDIDO

 En los abismos pútridos de las cavernas de Hogwarts, justo donde ni los fantasmas se atreven a penetrar, ni susurrar y hasta las mejores varitas mágicas tiemblan de miedo, dos figuras arrastran sus cuerpos exhaustos como si vinieran de una maratón de pociones mal mezcladas. Harry Potter, el niño que sobrevivió (por error, según varios elfos domésticos), y Hermione Granger, la hermosa, la sabia, la intensa, la que lee hasta las etiquetas de Chuchuhuasi mágico, se adentran en una cueva más húmeda que la túnica de Snape en pleno duelo.

Hermione, con su cabello electrificado por el estrés y la humedad, se sienta en una piedra filosa que gime (la roca, sí, está viva y resentida por no haber salido en la saga oficial). Con ojos llenos de angustia y glitter emocional, mira a Harry como quien mira al último pedazo de zapallo de Yumina en el almuerzo de los Weasley. Ella murmura palabras en arameo encantado, en un dialecto que ni la piedra filosofal podría descifrar con la ayuda de Google Traductor mágico. "Harry... en ti he visto la fórmula del amor cuántico y el algoritmo de mis suspiros", dice, con voz más dramática que la de Trelawney con resaca.

Harry, por su parte, se pone más verde que una rana bajo la luna llena. "No entiendo, Hermione", tartamudea, mientras sus neuronas hacen fila para renunciar. Pero claro que lo entiende. Lo que no quiere es comprometerse; el choche está más aterrado del amor que de Voldemort sin maquillaje. El chico está emocionalmente constipado, y eso, en el mundo mágico, es peor que tener dragones en la vejiga.

Hermione, dolida, llora perlas, sí, PERLAS, porque sus lágrimas ya se hartaron de ser agua salada. Las joyas caen al suelo, rebotan como canicas con rabia y de pronto, en una metamorfosis más absurda que la dieta de Dumbledore, se convierten en tarántulas asesinas con sombreros de copa y colmillos afilados como las críticas de Rita Skeeter.

Las arañas, en número bíblico, avanzan hacia Harry con la lentitud dramática de telenovela mágica. El chico retrocede, chilla sin dignidad y agita su varita como quien quiere espantar moscas en una funeraria. Intenta conjurar un hechizo, pero solo le sale una flatulencia espectral que asusta a las tarántulas por dos segundos antes de seguir el ataque.

Y allí, entre sombras e histerias hormonales, está Ron Weasley. Oculto detrás de una estalactita en forma de oreja, él lo ha visto todo: el amor frustrado, las arañas asesinas, el rechazo de su mejor amigo al romance y, sobre todo, el deseo de salvar a Hermione que lo quema como fuego infernal de calzón fundido. Ron llora, pero no perlas. Llora escarcha que se transforma en pequeños duendes vengativos que corean canciones de despecho.

Su corazón explota en mil pedazos, literalmente. Un duende de San Valentín que pasaba por ahí recolecta los fragmentos para hacer una línea de corazones rotos coleccionables. Ron jura venganza, redención y una escena romántica digna de crepúsculo mágico. Decide que si Harry no quiere a Hermione, entonces se la gana con honor… o al menos con alguna táctica más elaborada que esconderse detrás de rocas y espiar como heraldo celoso.

El triángulo amoroso se transforma en cuadrilátero grotesco. Las arañas bailan tango sobre los nervios de Harry, Hermione recita un poema en lenguas románicas y Ron, enloquecido de pasión, decide que el único hechizo para salvar la situación es dejar que las arañas cumplan su destino: picar al fulano que sobrevivió... y que rechazó el amor por miedo al compromiso y a las cositas que se hacen cuando uno quiere mucho.

Este capítulo fue sellado, censurado y escondido debajo del Ala Norte del Ministerio de Magia, donde guardan los hechizos que hacen llorar a los giratiempos. La razón: Harry Potter debía seguir siendo el héroe perfecto, virginal y eternamente confundido. ¿La verdad? A nadie le convenía que se supiera que el chico tenía fobia al amor y alergia a las arañas con sombrero.

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