El silencio reinante y la negra solemnidad habida en el desolado aposento casi vacío, ahora solo albergaba una finita parentela de rostros compungidos que entrecerraban sus hinchados párpados en todos los dolidos Mortínez, desbordando una pena manifiesta que se podía apreciar a diez metros por encima de los trajes de estricto color negro. Inclusive, de rato en rato, se escapaban unos profundos suspiros que rasgaban el aire recontra pesado, acompañados de suplicantes ayes de dolor escapados desde las viejas matronas que trataban de mantenerse despiertas, aunque sea con un solo ojo abierto, pero el cansancio y la profunda pena causada por aquel anciano progenitor yaciente en el velado cajón, era escoltado por cuatro inmensos y pálidos cirios desde dos noches atrás; pues lo seguían velando en espera de algún otro hijo desconocido que se presentara a última hora, dando plena validez a los terribles comentarios solapados que se habían murmurado durante las más de 30 horas de velorio, manteniendo en ascuas a los últimos siete nerviosos hermanos; temblando al máximo por tener que repartir la cuantiosa herencia entre dos, tres o cuatro indeseables que vendrían a reclamar su “partecita”; más aún, que se suponía –comentaban por lo bajo y mirándolos de reojo- eran los hijos mayores y desgraciadamente, uno de ellos fue nombrado albacea por el difunto.
Iba a tomar la palabra y romper ese
silencio sepulcral la compungida hermana mayor, después de haberse embrocado
una taza colmada de anisado ´del puro´, cuando un desconcertado muchacho
ingresó muy apurado, violento y rompió ese estado de recogimiento general. Se
inclinó junto al féretro, se santiguó y fue a orar entre sollozos, hincado en
uno de los reclinatorios. Luego de un rato, preguntó a los asistentes:
-¿Cómo murió mi padre? Y
rompió a llorar profusamente, pero sin dejar escapar una sola lágrima.
-¿Tú también eres Mortínez?
Inquirió la hermana mayor, bastante interesada en el recién llegado y que se
hallaba llorando a moco tendido.
-¡No, la verdad… yo lo fui,
pero preferí llevar el apellido de mi madre; sin embargo, ahora que me he
enterado que nuestro querido padre…
-¿Nuestro? Inquirió la
espantada hija mayor, dejándose caer en la butaca. ¿Y cuánto vas a poner para
nuestro querido entierro?
-Este, bueno… yo creo que con
lo que me toca podría amortizar la deuda… porque estoy muy lacio de fondos; en
cambio, ustedes gozaron de las bondades…
En ese instante, otra figura que
sorprendió a la dolida comitiva de deudos dejó a todo el mundo atónito por sus
increíbles rasgos físicos; pues eran, como dos gotas de agua con las del
occiso. Presuroso, ni saludó, pero se aproximó junto al ataúd y luego de
ponerse blanco como un papel, se desplomó gritando: ¡papá¡
Ya iban a tomar una decisión
testamentaria, pues el fallecido progenitor de la creciente tribu parecía ya completa,
cuando una voz chillona venida de la entrada apareció muy afectada. Vestía muy
elegantemente y con aire de mucha suficiencia y levantando la cabeza
desafiante, dijo, mirando, altanera, a todos:
-¡He sentido la necesidad de
venir solo por una cuestión de principios… pues soy una mujer que se precia de
justa, honrada y muy cumplidora de sus obligaciones, pues, sépanlo, dignas
señoras y señores, mi nombre es Domitila Mortínez de los Santos, primogénita
del señor que se halla dentro del ataúd y a quien ni siquiera le hicieron saber
de su deceso; sin embargo, creo conveniente hacerles saber que, por decisión
unánime de mi señor padre –señalando al cajón- junto con mi señora madre,
decidieron nombrarme albacea de todos los bienes del difunto…
Al instante los pálidos rostros
se tornaron color violeta y pronto cayeron tres cuerpos, uno tras de otro y los
demás perdieron el habla. Sin perturbarse, la ampulosa dama, avanzó lenta y
decidida a cumplir sus nefastos planes. Tomó asiento, abrió su voluminosa
cartera, sacó unos papeles y tomando un bolígrafo en sus dedos regordetes
invitó a los incrédulos asistentes para que se aproximen y estampen su firma,
no sin antes sentenciar:
-Como
albacea que soy, debo indicarles que previamente consulté con mi abogado y como
resulta ser que mi señor padre me declaró única heredera universal… acá está la
escritura para que la firmen dando conformidad a sus deseos; mas, como yo soy
una persona magnánima, también he traído otra escritura por la cual me
comprometo a darles una de las veinte casas que dejó mi señor padre; y para que
vean ustedes que no soy nada de egoísta y muy desprendida… con ustedes, mis
hermanitos, les autorizo a tomar su extensa propiedad ubicada en Putina, a
4,800 msnm… Esa es una joya de arquitectura local; si bien parece rústica y un
tanto descuidada… solo es cuestión de repararla y amoblarla… para poder
compartirla como… buenos hermanitos… ¿Qué dicen?
Al unísono,
saltaron todos los demás deudos como si fueran resortes comprimidos brutalmente
por las palabras mezcla de soberbia y desprecio en aquellos momentos de dolor y
conmiseración que cada uno estaba viviendo a su manera; pero dada la especial
circunstancia, rompieron ese instante de incertidumbre y tomando una sabia
decisión, gritaron a una voz:
¡Mañana tendremos
cuatro entierros! Y los Mortínez solo serán los de siempre.
En la misa por
los ocho días del fallecimiento se oía muchos cuchicheos comentando por lo
bajo:
-Mañana será
la lectura del testamento y todos los Mortínez están conformes y muy felices.
¡Vaya, que es todo un milagro! Porque eran unas fieras, los muy desgraciados.
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