No vayas a creer dignísimo choche
que este tu batería for rever, ha tenido superproducción de calcio en la mitra
y que por ello está en camino a convertirse en El Venado del Siglo… ¡Naranjas!
Todavía soy el Alfa-1, invicto y celoso cuidado de mi harén turko; mas solo
quise destacar el que muchas veces, sobre una calamidad, viene otra peor.
Tomando muy en cuenta que aparte de la joda obsequiada por este jodierno, así
como de la plaga solapada de Dengue y de la expansión del Coronavirus, las
cosas se han puesto tanto o más oscuras que el pellejo de La Sombra o el
cacharro de Luchito Advíncula después de acampar calatos por una semanita en
las dunas de Ica.
Fiel observador de la norma,
estoy guardado bajo siete llaves en mi jato, esperando las últimas recomendaciones
sanitarias para saber qué diablos hacer en estas jodidas vacaciones
obligatorias. Bueno, según las penúltimas noticias de hace 20 segundos, dadas
por un especialista español, lo primero por hacer, después de haber regresado
de la calle y querer entrar a su humilde morada es: quitarse las tabas y
dejarlas afuerita; luego, despojarse de la ropa para desinfectarla pieza por
pieza; pegarse un buen baño -por siaca-, terminando con un lavado a forro del
móvil, las gafas y tirar los guantes.
Hasta aquí, para este fiel y
obediente devoto todo iba de lo mejor, porque al llegar a la puerta de mi casa
había un cartelito que decía: “No toques el timbre, saca tu llave”. Así lo
hice, me quité mis queridos zapatitos y cuidadosamente los dejé junto a la
entrada; busqué la bendita llave por todos los rincones del esqueleto y se hizo
humo. Toqué insistentemente la puerta hasta por diez veces seguidas y ¡naranjas!.
Después de un buen rato, salió mi atenta espesa, protegida con doble mascarilla
y alejándome con su brazo más de un metro, me dijo cariñosamente:
-¡Oooe, huevas… ¿Dónde m… has
metido la llave? ¿Pa´qué diablos… está
el IPhone XI que dices manejarlo a la perfección? Casi has tirado abajo la
puerta… ¡Ni me toques, won, que seguimos en cuarentena!
No le hice caso y, resignado,
tratando de recordar el orden de mis recomendaciones, pasé por la sala, el
comedor y nuestro solitario dormitorio, antes de llegar al baño. ¡Ahhh… ya
sé, debo quitarme la ropa para fumigarla. Efectivamente, me quedé en
pelotas y fui corriendo hasta el cuartito del depósito para encontrar el líquido
limpiador ya preparado; sin darme cuenta, había cogido el frasco gigante de
tíner acrílico que tenía similar depósito y regresé al baño. Con mucho esmero,
cogí pieza por pieza de mi ropa, empezando por el blazer y luego el pantalón,
dándoles una rociadita muy generosa -Pa´que quede limpiecita, -dije-; a
continuación hice lo mismo con mi ropa interior y las medias o calcetines.
También me había enterado, que
para crear un dispensador casero pero efectivo y de uso personal en el baño,
había que mezclar ocho partes de agua con dos de lejía y asunto concluido.
Bueno, digo, lo malo es que entendí a vesre, cambiando las proporciones y
pensando, distraído, que esa supuesta combinación me dejaría más limpio que
cartera de apostador en jodas; y el medio barril del preparado lo dejé a plena
luz del sol para que luego esté tibiecito a la hora del regaderazo.
Solté un poco de agua de la ducha
para poder enjabonarme a forro y así aprovechar al máximo las bondades del
tibio limpiador recomendado; enseguida, cogí una jarra y me agarré a jarrazo
limpio; pero cosa extraña, después de zamparme encima el primer chorro del
líquido preparado, toda la piel me ardía como si me hubiese empapado con jugo
de rocoto. Por simple intuición no abrí los ojos ni para mandarme un segundo
viaje. Levante el brazo para echarme el liquido tibiecito, pero el ardor se
transformó en una quemazón de la g.p. mientras todo el lomo se iba hinchando y
me parecía estar en el mismo infierno. Solté la jarrita de miércoles e
inmediatamente el sentido común me dijo: -¡Mula, esto está pura lejía!
Tanteé la ducha y me metí por dos horas clavadas y clavado bajo la ducha más
fría de mi vida. Bajó la inflamación, pero mi pellejo entero había adquirido un
color extraño para esta estación. Estaba rojo de ira y desesperación; mismo
Hellboy.
Sin pensarlo dos veces, fui hacia
el dormitorio para ponerme, por lo menos, ropa interior; pues tenía que salir a
la calle para recoger mis zapatos y largarme al hospital, porque a estas
alturas la deflagración estaba por convertirme en un bulldog carbonizado, pues
la quema había ascendido al grado de inaguantable. Mas…llegado al sitio…
¡Sorpresa! No había trazas de ropa alguna y solo quedaron dos inmensos huecos en
la cama por donde se podía apreciar el piso bien chamuscado. Al toque, salí
corriendo hacia la puerta principal. Abrí media hoja y no vi mis zapatos. Salí
a la calle para buscarlos sin importar mi deslumbrante traje de Adán y… ¡Nada
de nada! Para colmo, la puerta se cerró violentamente detrás de mí y quedé con
todo el puerco al aire, pero lo único que me importaba era que mis tabitas
recién las estaba estrenando… Por eso, de tanta cólera, adquirí un encendido
color rojo fuego y quedé completamente afuera; calato y ardiendo en pie junto a
la maldita puerta, todo ese santo día… ¡Condenado y delirando, por mis
zapatitos nuevos!
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