Sin percatarme, estuve sentado en
la viejo sillón odontológico por XXXLarge cantidad de horas, y ya me parecía estar
metido de cajón en pleno Viaje a las Estrellas durante toda esa eternidad que
duró el suplicio; más aun, me sentía calato, sin cohete y sin un ápice de
solución; o sea que estaba hasta mi queque, ya que este maldito dolor de muelas
se había instalado conchudamente, a punto de combo y patadas de las otras 35
piezas dentarias. Estaba, pues, invitando al chancapapas-party -con carácter de
obligatorio-, incluyendo directamente a doña corteza cerebral, a sus cimbreantes
sesos y a la diminuta pero sensible amígdala. En sí, este suplicio chino me hacía
perder la noción del tiempo, abandonado a toda idea de paz, tranquilidad o de
tener siquiera una mísera porción de alegría. Prácticamente seguía atado a esa
maraña de tubos, ángulos y múltiples brazos de ese amasijo de fierros, cuyo
asiento ya generaba un voraz incendio que trepaba llameante hasta las orejas.
Únicamente, de rato en rato,
podía levantar la cabeza, para escupir en un ovalado depósito de vidrio adosado
al aparato metálico del consultorio; mientras, del mismo, salía un brazo
gigantesco y anguloso, venido desde arriba y me clavaba sus inclementes ojos
luminosos, cual serpiente asesina, y así permanecía hora tras hora, cual
amenazadora y delgada víbora de asesino metal.
Y otra vez volvían esas delicadas
manitas iniciales, que, por lo visto, fueron sufriendo una repentina
transformación: ahora fungían de feroces tenazas que separaban violentamente
mis intocables fauces como si fuera a revisar los dientes del fondo a un
cocodrilo con caries… Tantas veces hizo la misma operación, hasta que mi
mandíbula inferior se mandó gratuitamente un maldito calambre que me mantuvo
por dos horas en estado monumental; es decir, rígido e inclemente como este maldito
dolor; y lo peor, que dicha solidez iba avanzando firmemente rumbo a la nuca, trepaba
por el cuello y me rompía los hombros; mientras tanto, la doctorita, seguía
impasible, amenazante como una feroz gorila dispuesta al ataque, con sus tenazas
en cada mano y con una rodilla metida hasta mi columna; pero ella, siempre
jovial, seguía musitando su melodía inconclusa y la repetía hasta el cansancio.
-A ver, papito, ¡enjuáguese su boquita y escupa las dos muelas que le
he sacado!
-¡Cómo, ¿tan rápido y sin sentirlo, doctorita?! ¡Qué manos tan divinas!
-Otro ratito más y procedemos con la endodoncia… Vamos a quitar las
caries de la muela del juicio con la mayor suavidad… ¡No creo que le vaya a
doler nada! Además, yo sé que usted es muy valiente… así que ¡Abra su boquita!
Y aguante un poquito más…
De pronto, dentro del reducido
ambiente bucal, yo sentí que reventó una feroz explosión que hizo temblar
estrepitosamente los ventanales, las herramientas y la puerta de vidrio;
inclusive pude ver angustiosamente que algunos instrumentos colocados en la
bandeja de servicio empezaron a bailar frenéticamente, hasta caer uno tras
otro. –Es mi maldita imaginación,
dije. Sin inmutarse ella seguía tarareando su musiquita, metiendo el taladro con
ambas manos muy animadamente, para horadar la pieza afectada, como si aquel
tembloroso estruendo no existiera. Mas, al instante, el terremoto iba en
creciente aumento hasta volverse insoportable y aquel consultorio entero
temblaba de cabo a rabo, haciendo que ahora, algunos instrumentos, como frascos
y botellas cayeran estrepitosamente al piso, aumentando mi desesperación. La
musiquita continuaba impávida entre sus dientes, mientras una forzada sonrisa
se quería dibujar en su rostro:
-¡Solo es cuestión de cuatro o cinco minutitos más!
Y se cayó una imagen del Señor de la Sentencia.
Me paré atropelladamente como
pude a pesar de no sentir mis piernas y traté de salir volando de aquel
infierno desatado en el segundo piso. Creo que, para ello, tuve que empujar a
la doctorita, quien seguía musitando, absorta e indolente; más creo que bajé
las cincuenta gradas de dos trancos y por fin, aliviado, pude ganar la calle.
Apenas estuve en la puerta
inferior, pude descubrir a dos recios obreros fieramente empeñados en romper las
antiguas veredas hechas con gigantescas losas de piedra y para ello, tomaban
trabajosamente con sus dos brazos aquellos inmensos taladros eléctricos que
rompían los tímpanos y hacían temblar a toda la cuadra.
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