jueves, 5 de diciembre de 2019

TERREMOTO MOLAR



Sin percatarme, estuve sentado en la viejo sillón odontológico por XXXLarge cantidad de horas, y ya me parecía estar metido de cajón en pleno Viaje a las Estrellas durante toda esa eternidad que duró el suplicio; más aun, me sentía calato, sin cohete y sin un ápice de solución; o sea que estaba hasta mi queque, ya que este maldito dolor de muelas se había instalado conchudamente, a punto de combo y patadas de las otras 35 piezas dentarias. Estaba, pues, invitando al chancapapas-party -con carácter de obligatorio-, incluyendo directamente a doña corteza cerebral, a sus cimbreantes sesos y a la diminuta pero sensible amígdala. En sí, este suplicio chino me hacía perder la noción del tiempo, abandonado a toda idea de paz, tranquilidad o de tener siquiera una mísera porción de alegría. Prácticamente seguía atado a esa maraña de tubos, ángulos y múltiples brazos de ese amasijo de fierros, cuyo asiento ya generaba un voraz incendio que trepaba llameante hasta las orejas.
Únicamente, de rato en rato, podía levantar la cabeza, para escupir en un ovalado depósito de vidrio adosado al aparato metálico del consultorio; mientras, del mismo, salía un brazo gigantesco y anguloso, venido desde arriba y me clavaba sus inclementes ojos luminosos, cual serpiente asesina, y así permanecía hora tras hora, cual amenazadora y delgada víbora de asesino metal.
Y otra vez volvían esas delicadas manitas iniciales, que, por lo visto, fueron sufriendo una repentina transformación: ahora fungían de feroces tenazas que separaban violentamente mis intocables fauces como si fuera a revisar los dientes del fondo a un cocodrilo con caries… Tantas veces hizo la misma operación, hasta que mi mandíbula inferior se mandó gratuitamente un maldito calambre que me mantuvo por dos horas en estado monumental; es decir, rígido e inclemente como este maldito dolor; y lo peor, que dicha solidez iba avanzando firmemente rumbo a la nuca, trepaba por el cuello y me rompía los hombros; mientras tanto, la doctorita, seguía impasible, amenazante como una feroz gorila dispuesta al ataque, con sus tenazas en cada mano y con una rodilla metida hasta mi columna; pero ella, siempre jovial, seguía musitando su melodía inconclusa y la repetía hasta el cansancio.
-A ver, papito, ¡enjuáguese su boquita y escupa las dos muelas que le he sacado!
-¡Cómo, ¿tan rápido y sin sentirlo, doctorita?! ¡Qué manos tan divinas!
-Otro ratito más y procedemos con la endodoncia… Vamos a quitar las caries de la muela del juicio con la mayor suavidad… ¡No creo que le vaya a doler nada! Además, yo sé que usted es muy valiente… así que ¡Abra su boquita! Y aguante un poquito más…
De pronto, dentro del reducido ambiente bucal, yo sentí que reventó una feroz explosión que hizo temblar estrepitosamente los ventanales, las herramientas y la puerta de vidrio; inclusive pude ver angustiosamente que algunos instrumentos colocados en la bandeja de servicio empezaron a bailar frenéticamente, hasta caer uno tras otro. –Es mi maldita imaginación, dije. Sin inmutarse ella seguía tarareando su musiquita, metiendo el taladro con ambas manos muy animadamente, para horadar la pieza afectada, como si aquel tembloroso estruendo no existiera. Mas, al instante, el terremoto iba en creciente aumento hasta volverse insoportable y aquel consultorio entero temblaba de cabo a rabo, haciendo que ahora, algunos instrumentos, como frascos y botellas cayeran estrepitosamente al piso, aumentando mi desesperación. La musiquita continuaba impávida entre sus dientes, mientras una forzada sonrisa se quería dibujar en su rostro:
-¡Solo es cuestión de cuatro o cinco minutitos más!
Y se cayó una imagen del Señor de la Sentencia.
Me paré atropelladamente como pude a pesar de no sentir mis piernas y traté de salir volando de aquel infierno desatado en el segundo piso. Creo que, para ello, tuve que empujar a la doctorita, quien seguía musitando, absorta e indolente; más creo que bajé las cincuenta gradas de dos trancos y por fin, aliviado, pude ganar la calle.
Apenas estuve en la puerta inferior, pude descubrir a dos recios obreros fieramente empeñados en romper las antiguas veredas hechas con gigantescas losas de piedra y para ello, tomaban trabajosamente con sus dos brazos aquellos inmensos taladros eléctricos que rompían los tímpanos y hacían temblar a toda la cuadra.


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