miércoles, 6 de noviembre de 2019

BENDITA FARMACIA



¡Ya ves, estúpido…! ¿quién te manda estar enfermo?
Faltaba cinco minutos para que sea las seis de esa mañana servida completamente al polo, y ya me calaba de frío (para no exclamar una frasezota muy semejante, pero con g), y la maldita helada se metía hasta los huesos, dado que también se me escapaban el dos, el tres y el cuatro juntos; y que, por lo mismo, me imaginaba: estar cual pato con una churreteadera en caída libre  hacia los puros y limpios calzoncillos, chorreando caudalosamente por el pantalón, hasta cubrir completamente los zapatos y anegar medio recinto farmacéutico del hospital. Por todo esto, tenía miedo de siquiera pensar a fondo en los incontenibles huaycos de doses que estaban por escapárseme; porque con solo imaginar una nueva embestida intestinal, empezaban a despertar esos cincuenta leones que permanecían al acecho y que con cada rugido vendría de regalo una diarrea diadeveras, y esa posibilidad, hacía temblar de espanto a este pobre esqueleto, rezando porque la copiosa salpicadera no manchase las nobles paredes hechas íntegramente de vidrio del pequeño recinto apretujado de madrugadores enfermos esperanzados en recoger las medicinas y una vez enterados, me delaten al toque.
Pero como estábamos (Yoni, más cuarenta pacientes muy impacientes, metidos en gruesos abrigos, chompas, casacas y frazadas, mismos fardos de mudas momias arrimadas celosamente contra la pared), en ese ambiente de puro vidrio, donde ahora pujaba hasta reventarme los cachetes, para no despachar la inminente encomienda vía rectal… (era demasiada osadía); además, todo el mundo permanecía en estado de postrada contrición, con los brazos cruzados y la cabeza casi besando el pipute (ombligo). Y que, seguramente, al primer rugido, toda la mampostería la traía abajo con gran estruendo y despertaría, haciéndola saltar hasta el techo a la dormida concurrencia.
Volví a tomar la hora, pues era lo único a tomar por tanto cuidar mis acechadores huaycos; inclusive tenía mucho temor de pegarme un suspirito ante el amenazante torrente que pendía de una pujada más. Más la naturaleza es la naturaleza y tiene que cumplir sus eternos designios.
-¡Qué pasa con ustedes! ¿Por qué no están pegados a la pared? ¡Pareciera que no se dan cuenta… están interrumpiendo la pasada! ¡Háganse a un lado!
-¡Qué te pasa, oye hijo de la guayaba… ¿con quién crees que estás tratando? ¿acaso no estás viendo que la mayor parte somos de la cuarta edad? Se pide por favor… pero como eres un hijo…
Después de unos instantes, y luego de contestarle educadamente al auxiliar de limpieza del pequeño nosocomio, sentí un llamado ancestral que venía desde mis recontra tatarabuelos y que azuzó, de nuevo, muy agresivo a mis leones. Ese grito interno, gutural y muy grave tuvo miles de ecos que rebotaban en las paredes de mi intolerante ciego, que lo llenaron de ira y de gases; de allí, soplando irónicamente, tocaban y arañaban desmedidamente al resentido colon, haciéndolo vomitar espesos líquidos a borbotones, para luego morir en los vencidos abrazos del ano, que no queriendo soltar prenda sólida, se deshacía en mil reveceras y solapadas explicaciones.
Si bien todos los impacientes pacientes continuábamos helados, esperando cabizbajos, la apertura de las ventanillas para recoger nuestras recetas, un vengativo gancho al hígado sacudió todo mi aparato digestivo y convulsionó la aguantada masa gris que quería de todas maneras abandonar la nave a gas por cualquier recoveco. Pálido y desfalleciente, traté de estirarme lo más que pude, ajustando las columnas de Hércules hasta lo imposible. De pronto, toda la fila, movida como por un resorte invisible, también cambió de postura. Nos miramos todos desconcertados y volamos en manada rumbo a los inodoros.
La espectacular estampida pareció un descontrolado movimiento social, pues todo el mundo trataba a empellones ingresar a como dé lugar en los baños. Sin embargo, en la pujante disputa por ser el primero o la primera, despertó aguantados rencores; pues, callados descontentos y con mucha ira reprimida por el pésimo servicio de atención en la entrega de recetas, aumentó el nerviosismo y empezaron las peleas por soltar esos clamores asesinos que bramaban cada vez más fuerte:
-¡Déjenme pasar, tengo 80 años y si no me dejan… por Dios que los voy a cag… enteritos!
-¡Esa es muy gorda… no la dejen pasar… con seguridad va a tapar los desagües… y ahí sí que nos cag…mos!
-¡Yo… yo voy primero; que mi calzón lo tengo lleno y por los tobillos! Por favor, que ya no me deja caminar…
-¡Que las mujeres se vayan al otro lado… que este baño, es solo de hombres!
-¿Y qué haces tú aquí? ¡Identifícate!
-¡Es que así… tengo doble chance!
Cuando, finalmente, el colectivo regresó a la Farmacia, nos miramos nuevamente entre todos y tal como llegamos antes de las seis de la mañana, nos fuimos ordenando, uno tras otro, hacia nuestra respectiva ventanilla, porque con el trastorno de ansiedad y pánico adquirido por contagio inmediato requeríamos de una buena docena de benzodiazepinas, sominex, más un cilindro de Agüita de Azar; aunque, de otro lado, podíamos correr el riesgo de estar corre que te pesco al baño por exceso de líquidos. Pero casi estábamos seguros que no iba a ocurrir nada de ello, porque allí mismo, todavía al medio día, nos dirían que seríamos atendidos al día siguiente.

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