¡Ya ves, estúpido…! ¿quién te manda estar enfermo?
Faltaba cinco minutos para que
sea las seis de esa mañana servida completamente al polo, y ya me calaba de
frío (para no exclamar una frasezota muy semejante, pero con g), y la maldita
helada se metía hasta los huesos, dado que también se me escapaban el dos, el
tres y el cuatro juntos; y que, por lo mismo, me imaginaba: estar cual pato con
una churreteadera en caída libre hacia
los puros y limpios calzoncillos, chorreando caudalosamente por el pantalón, hasta
cubrir completamente los zapatos y anegar medio recinto farmacéutico del
hospital. Por todo esto, tenía miedo de siquiera pensar a fondo en los incontenibles
huaycos de doses que estaban por escapárseme; porque con solo imaginar una
nueva embestida intestinal, empezaban a despertar esos cincuenta leones que permanecían
al acecho y que con cada rugido vendría de regalo una diarrea diadeveras, y esa
posibilidad, hacía temblar de espanto a este pobre esqueleto, rezando porque la
copiosa salpicadera no manchase las nobles paredes hechas íntegramente de
vidrio del pequeño recinto apretujado de madrugadores enfermos esperanzados en recoger
las medicinas y una vez enterados, me delaten al toque.
Pero como estábamos (Yoni, más
cuarenta pacientes muy impacientes, metidos en gruesos abrigos, chompas,
casacas y frazadas, mismos fardos de mudas momias arrimadas celosamente contra
la pared), en ese ambiente de puro vidrio, donde ahora pujaba hasta reventarme
los cachetes, para no despachar la inminente encomienda vía rectal… (era
demasiada osadía); además, todo el mundo permanecía en estado de postrada
contrición, con los brazos cruzados y la cabeza casi besando el pipute (ombligo).
Y que, seguramente, al primer rugido, toda la mampostería la traía abajo con
gran estruendo y despertaría, haciéndola saltar hasta el techo a la dormida
concurrencia.
Volví a tomar la hora, pues era
lo único a tomar por tanto cuidar mis acechadores huaycos; inclusive tenía
mucho temor de pegarme un suspirito ante el amenazante torrente que pendía de
una pujada más. Más la naturaleza es la naturaleza y tiene que cumplir sus
eternos designios.
-¡Qué pasa con ustedes! ¿Por qué no están pegados a la pared?
¡Pareciera que no se dan cuenta… están interrumpiendo la pasada! ¡Háganse a un
lado!
-¡Qué te pasa, oye hijo de la guayaba… ¿con quién crees que estás
tratando? ¿acaso no estás viendo que la mayor parte somos de la cuarta edad? Se
pide por favor… pero como eres un hijo…
Después de unos instantes, y luego
de contestarle educadamente al auxiliar de limpieza del pequeño nosocomio,
sentí un llamado ancestral que venía desde mis recontra tatarabuelos y que
azuzó, de nuevo, muy agresivo a mis leones. Ese grito interno, gutural y muy
grave tuvo miles de ecos que rebotaban en las paredes de mi intolerante ciego,
que lo llenaron de ira y de gases; de allí, soplando irónicamente, tocaban y
arañaban desmedidamente al resentido colon, haciéndolo vomitar espesos líquidos
a borbotones, para luego morir en los vencidos abrazos del ano, que no
queriendo soltar prenda sólida, se deshacía en mil reveceras y solapadas explicaciones.
Si bien todos los impacientes pacientes
continuábamos helados, esperando cabizbajos, la apertura de las ventanillas
para recoger nuestras recetas, un vengativo gancho al hígado sacudió todo mi aparato
digestivo y convulsionó la aguantada masa gris que quería de todas maneras
abandonar la nave a gas por cualquier recoveco. Pálido y desfalleciente, traté
de estirarme lo más que pude, ajustando las columnas de Hércules hasta lo imposible.
De pronto, toda la fila, movida como por un resorte invisible, también cambió
de postura. Nos miramos todos desconcertados y volamos en manada rumbo a los
inodoros.
La espectacular estampida pareció
un descontrolado movimiento social, pues todo el mundo trataba a empellones
ingresar a como dé lugar en los baños. Sin embargo, en la pujante disputa por
ser el primero o la primera, despertó aguantados rencores; pues, callados
descontentos y con mucha ira reprimida por el pésimo servicio de atención en la
entrega de recetas, aumentó el nerviosismo y empezaron las peleas por soltar
esos clamores asesinos que bramaban cada vez más fuerte:
-¡Déjenme pasar, tengo 80 años y si no me dejan… por Dios que los voy a
cag… enteritos!
-¡Esa es muy gorda… no la dejen pasar… con seguridad va a tapar los
desagües… y ahí sí que nos cag…mos!
-¡Yo… yo voy primero; que mi calzón lo tengo lleno y por los tobillos!
Por favor, que ya no me deja caminar…
-¡Que las mujeres se vayan al otro lado… que este baño, es solo de
hombres!
-¿Y qué haces tú aquí? ¡Identifícate!
-¡Es que así… tengo doble chance!
Cuando, finalmente, el colectivo
regresó a la Farmacia, nos miramos nuevamente entre todos y tal como llegamos
antes de las seis de la mañana, nos fuimos ordenando, uno tras otro, hacia
nuestra respectiva ventanilla, porque con el trastorno de ansiedad y pánico adquirido
por contagio inmediato requeríamos de una buena docena de benzodiazepinas, sominex,
más un cilindro de Agüita de Azar; aunque, de otro lado, podíamos correr el
riesgo de estar corre que te pesco al baño por exceso de líquidos. Pero casi
estábamos seguros que no iba a ocurrir nada de ello, porque allí mismo, todavía
al medio día, nos dirían que seríamos atendidos al día siguiente.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario