Largos minutos habían pasado sin
darme cuenta y yo permanecía sentado en esa silla tan extraña por su tamaño
inusual y su forma tan caprichosa; sin embargo, aquel mueble podía adaptarse al
cuerpo del paciente y a la altura requerida del profesional para que pudiera
trabajar cómodamente. Este articulado asiento inclusive tenía un pequeño pero cómodo
descanso superior bastante acolchado donde reposar la cabeza; mientras la otra
parte de aquel equipo metálico que era más alta y compleja, estaba frente a mí,
dispuesta en una mezcla de brazos hechos con tubos cuadrados colocados en
ángulo, fijos a una base central de donde también partían una serie de medianas
bandejas full pinzas, ganchos y alicates, así como una infinidad de delgadas
mangueritas, ya sea para horadar manualmente con sus puntas metálicas dentro de
las piezas dentales, secar la saliva o bien para prepararlas antes de aplicar
alguna pasta o resina.
Solo la presencia de unos
inmensos ojos negros y los aleteos de esas largas y hermosas pestañas parecían
tener vida, pues con cada vuelo que partía a cinco cm. de mi rostro me conducía
a latitudes etéreas.
Únicamente, de rato en rato,
podía levantar la cabeza para escupir en un ovalado depósito de vidrio y
enjuagarme la boca; mientras, una cabeza rectangular y amenazante lanzaba
chorros interminables de luz que iban hasta la úvula; pero, ahora me clavaba
inclemente sus cuatro ojos luminosos y así permanecía hora tras hora, cual
amenazadora y delgada víbora de reluciente metal.
Y luego, para colmo, llegaron esas
delicadas manitas iniciales transformadas en feroces garras que me separaban
violentamente mis pobres fauces como si fuera a revisar los últimos dientes a
un cocodrilo con caries… Tantas veces hizo la misma operación, hasta conseguir
que mi mandíbula inferior adquiriese automáticamente un maldito calambre que me
mantuvo por dos horas con el tren inferior atorado; y lo peor, que dicha
tirantez iba trepando ferozmente camino a la nuca, el cuello y los hombros;
mientras tanto, ella, mi doctorita, seguía impasible, atacando con un infernal
gancho en la mano izquierda y con una rodilla apoyada en mi pecho para sacar la
hipodérmica con la derecha; pero ella seguía jovial, indiferente; hasta parecía
alegre porque seguía musitando la misma melodía una y otra vez.
-A ver, papito, ¡enjuáguese su boquita y escupa las dos muelas que le
he sacado!
-¡Cómo, ¿tan rápido y sin sentirlo, doctorita?! ¡Qué manos tan divinas!
-Otro ratito más y procedemos con la endodoncia… Vamos a quitar las
caries de la muela del juicio con la mayor suavidad…posible. ¡No creo que le
vaya a doler nada! Además, yo sé que usted es bien machito… así que ¡Abra su boquita!
Y aguante un poquito más.
De pronto, dentro del reducido
ambiente, reventó una feroz explosión que hizo temblar estrepitosamente los
ventanales y la puerta de vidrio; inclusive pude ver angustiosamente que
algunos instrumentos colocados en la bandeja de servicio empezaron a temblar
furiosamente, para caer uno tras otro.
–Es mi maldita imaginación, dije. Sin inmutarse, ella seguía tarareando su
musiquita y a la vez, metiendo el taladro muy animadamente con ambas manos para
preparar la pieza afectada, como si aquel tembloroso estruendo no existiera.
Pero al instante, el terremoto iba en creciente aumento hasta volverse
insoportable y aquel consultorio entero temblaba de cabo a rabo, haciendo que
algunos instrumentos, frascos y botellas cayeran violentamente al piso,
aumentando mi desesperación. La musiquita continuaba impávida entre sus
dientes, mientras una forzada sonrisa se quería dibujar en su rostro:
-¡Solo es cuestión de cuatro o cinco minutitos más! Y se cayó una
imagen del Señor de la Sentencia.
Me paré atropelladamente como
pude a pesar que no sentía mis piernas y traté de salir volando de aquel
infierno dado en el segundo piso. Creo que, para ello, tuve que empujar a la
doctorita, quien seguía musitando indolente; más creo que bajé las cincuenta
gradas de dos trancos y por fin, aliviado, pude ganar la calle.
Apenas estuve en la puerta que
daba a la calle, pude descubrir a dos recios obreros fieramente empeñados en
reventar las veredas, tomando ambos brazos aquellos inmensos taladros
eléctricos que rompían los tímpanos y hacían temblar a toda la cuadra.
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