sábado, 1 de junio de 2019

¡MACHO, MACHO!



Largos minutos habían pasado sin darme cuenta y yo permanecía sentado en esa silla tan extraña por su tamaño inusual y su forma tan caprichosa; sin embargo, aquel mueble podía adaptarse al cuerpo del paciente y a la altura requerida del profesional para que pudiera trabajar cómodamente. Este articulado asiento inclusive tenía un pequeño pero cómodo descanso superior bastante acolchado donde reposar la cabeza; mientras la otra parte de aquel equipo metálico que era más alta y compleja, estaba frente a mí, dispuesta en una mezcla de brazos hechos con tubos cuadrados colocados en ángulo, fijos a una base central de donde también partían una serie de medianas bandejas full pinzas, ganchos y alicates, así como una infinidad de delgadas mangueritas, ya sea para horadar manualmente con sus puntas metálicas dentro de las piezas dentales, secar la saliva o bien para prepararlas antes de aplicar alguna pasta o resina.
Solo la presencia de unos inmensos ojos negros y los aleteos de esas largas y hermosas pestañas parecían tener vida, pues con cada vuelo que partía a cinco cm. de mi rostro me conducía a latitudes etéreas.
Únicamente, de rato en rato, podía levantar la cabeza para escupir en un ovalado depósito de vidrio y enjuagarme la boca; mientras, una cabeza rectangular y amenazante lanzaba chorros interminables de luz que iban hasta la úvula; pero, ahora me clavaba inclemente sus cuatro ojos luminosos y así permanecía hora tras hora, cual amenazadora y delgada víbora de reluciente metal.
Y luego, para colmo, llegaron esas delicadas manitas iniciales transformadas en feroces garras que me separaban violentamente mis pobres fauces como si fuera a revisar los últimos dientes a un cocodrilo con caries… Tantas veces hizo la misma operación, hasta conseguir que mi mandíbula inferior adquiriese automáticamente un maldito calambre que me mantuvo por dos horas con el tren inferior atorado; y lo peor, que dicha tirantez iba trepando ferozmente camino a la nuca, el cuello y los hombros; mientras tanto, ella, mi doctorita, seguía impasible, atacando con un infernal gancho en la mano izquierda y con una rodilla apoyada en mi pecho para sacar la hipodérmica con la derecha; pero ella seguía jovial, indiferente; hasta parecía alegre porque seguía musitando la misma melodía una y otra vez.
-A ver, papito, ¡enjuáguese su boquita y escupa las dos muelas que le he sacado!
-¡Cómo, ¿tan rápido y sin sentirlo, doctorita?! ¡Qué manos tan divinas!
-Otro ratito más y procedemos con la endodoncia… Vamos a quitar las caries de la muela del juicio con la mayor suavidad…posible. ¡No creo que le vaya a doler nada! Además, yo sé que usted es bien machito… así que ¡Abra su boquita! Y aguante un poquito más.
De pronto, dentro del reducido ambiente, reventó una feroz explosión que hizo temblar estrepitosamente los ventanales y la puerta de vidrio; inclusive pude ver angustiosamente que algunos instrumentos colocados en la bandeja de servicio empezaron a temblar furiosamente, para caer uno tras otro. –Es mi maldita imaginación, dije. Sin inmutarse, ella seguía tarareando su musiquita y a la vez, metiendo el taladro muy animadamente con ambas manos para preparar la pieza afectada, como si aquel tembloroso estruendo no existiera. Pero al instante, el terremoto iba en creciente aumento hasta volverse insoportable y aquel consultorio entero temblaba de cabo a rabo, haciendo que algunos instrumentos, frascos y botellas cayeran violentamente al piso, aumentando mi desesperación. La musiquita continuaba impávida entre sus dientes, mientras una forzada sonrisa se quería dibujar en su rostro:
-¡Solo es cuestión de cuatro o cinco minutitos más! Y se cayó una imagen del Señor de la Sentencia.
Me paré atropelladamente como pude a pesar que no sentía mis piernas y traté de salir volando de aquel infierno dado en el segundo piso. Creo que, para ello, tuve que empujar a la doctorita, quien seguía musitando indolente; más creo que bajé las cincuenta gradas de dos trancos y por fin, aliviado, pude ganar la calle.
Apenas estuve en la puerta que daba a la calle, pude descubrir a dos recios obreros fieramente empeñados en reventar las veredas, tomando ambos brazos aquellos inmensos taladros eléctricos que rompían los tímpanos y hacían temblar a toda la cuadra.


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