jueves, 10 de enero de 2019

LA GRAN COGIDA DE ACHO



No estábamos en octubre, aquel mes de las famosas corridas de toros del Señor de los Milagros en el coso de Acho, sin embargo, (como siempre ocurría en mis reiterados viajes), mi extrañado sentido común, seguía divagando entre mis nerviosos dedos antes de poder digitar las pautas para conseguir una movilidad en el pregonado Uber de miércoles. Mientras seguía intentándolo, durante tres horas seguidas, por fin logré subirme a una pequeña y destartalada Cúster, donde gracias a su rechoncha conductora y a la feroz pala mecánica que manejaba de lo lindo, me la aventó en pleno cachete posterior, para luego ser amablemente remolcado a patadas en el atestado bus. Después de media hora, metido entre forzados ahogos y sopores nauseabundos, no pude hallar piso alguno; tan solo, después de subirme sobre un enano que acababa de estornudar, pude sacar la cabeza y divisar apenas, la figura borrosa de aquel lejano puente peatonal que cruzaba la doble pista de lado a lado; mientras que una estentórea voz salida desde el fondo de dos pechugas insolentes que pugnaban por escapar de sus bamboleantes hamacas, gritaba hasta hacer temblar toda la unidad:
-“Puente de Acho, todos lo que bajan, Acho... ¡Apuren, apuren... Puente de Acho! Bajan, bajan... con sencillo, peee, choche; po´qué nuavisa peee... A ver, piloto, sencíyame ete biyete...”
 En todo el corto trayecto dentro del bus, me sentía un gran torero, pues la faena corrida me había resultao cerraaá; a tal punto que me llevaban en hombros, pero por fin logré tocar piso y los ruidos del motor, exasperados por los doscientos fardos grasientos que arrastraba a cuestas, aumentaban mi gloriosa tarde y sus ronquidos semejaban los gritos y olés del enardecido público que pedía hasta una oreja. Solo una brusca frenada me sacó de mis lucidas cavilaciones taurinas para volver a mi triste realidad y dar unos cuantos pasos hasta bajar a tropezones las gradas que deberían estar hacia la acera del lado derecho del repleto paradero. Sí, mas, ese lado estaba repleto no solo de gente, sino, de muchas combis, taxis, cústers y otros desesperados buses   siempre atestados de público sumamente nervioso, malhumorado y siempre descargando una maldita agresión en la afilada punta de la lengua.
Pero esta vez, el sudoroso chofer, con el cinturón de seguridad sobrepuesto, se había detenido en el otro lado de la pista y su obesa compañera de chamba gritaba:
-“Bajan. Bajan, siguen bajando... ¡Apúrese! Y tenga un poco de cuidao... A ver, cabayero... sí, tú, choche... ¡Apura pueee, papíto! No tengo toda la mañana... ¡Arranca, arranca, chocheee...!
Estando por la media pista. Miré hacia ambos lados antes de cruzar al otro lado, di el primer paso y por Dios que solo sentí el acercarse el ruido violento de una moto; luego, un manotón pasó volando a la altura de la nariz y me quedé sin lentes. Volteé instintivamente para seguir el ruido de la moto y solo pude divisar unas figuras borrosas que se iban perdiendo apresuradamente entre ese atestado tráfico multicolor de violentos coches, rápidos mototaxis que iban y venían por la larga y negruzca pista; mientras un infernal hormiguero de viandantes parecía correr por ambos lados. Metido en todo ese barullo, tropecé en un zapato y caí estrepitosamente cuan largo era sobre el negro y caliente pavimento seguido de varias voces que acudían prestas para brindarme ayuda. Un tanto obnubilado por el golpe, me llevé una mano al bolsillo delantero de la camisa roja por siaca. Me han hecho recostar en no sé qué sitio, ni dónde diablos me hallo ahora.
Recobro mi lucidez y lo primero que hago es pegarme una chequeada full time. Mi gris pantalón está bastante roto; luego, reparo: solo me faltan mis queridos lentes. Me pongo en pie un tanto temblando todavía y trato de seguir caminando nerviosamente por unas largas y sucias calles de El Rímac, repletas de improvisados vendedores metidos en viejos shorts y gastadas alpargatas que van y vienen ofreciendo miles de baratijas a lo largo del puente peatonal y más allá, siguen  innumerables puestos de fruta, con estacionados carritos llenos de brebajes e infusiones que cobran vida a través de sus vocingleros dueños y, como siempre, aparecen una y otra vez los infaltables vendedores venecos:
 -¡A la orden, jefe! Un rico marciano de leche pura, con canela y miel... (puro floro)
Seguimos más livianos la obligada travesía y en plena pista, junto a la vereda, miles de improvisados puestos muestran la necesidad apremiante por conseguir algún dinero, la de obtener alguna ayuda o aquello de mantenerse ocupado para engañar al hambre y tratar que se pase las horas hasta el final del día y poder refugiarse en cualquier huarique, una improvisada disco o un pobre burdel que te permita esconder tus malditas carencias, tus mil debilidades, los resultados de tu mala suerte o el ensañamiento del destino acarreado penosamente desde tu indeseado nacimiento.
Ya estoy cerca al Chongreso y a simple vista, toda la merca cambia. Ahora son baratijas para las próximas horas: miles de prendas amarillas, sombreros, bastones, flores y muchas, pero muchas cábalas escritas en breves mensajes y artículos baratos para improvisar el ritual de la buena suerte. La mayor parte de artilugios y chucherías son de origen chino, donde prima un solo color en todo: ese amarillo fuerte como presagio de lo que puede madurar y venir en oleadas de bienestar y el advenimiento de muchas sorpresas.
Casi al terminar una de las cuadras atestadas de festiva mercadería entre esos kioskos improvisados con madera y cartón, se hace un espacioso vacío en una especie de garaje acondicionado, donde tres guapas y llamativas “chicas” están a la expectativa. A pesar de mi torpe miopía puedo ver que todas ellas lucen solo un cortito mandil plomo con un bordado rojo en el pecho que no atino a descifrar. Una de ellas se acerca y a boca de jarro te dice cautelosamente, pero luciendo una maliciosa sonrisa:
-¡Joven... aquí tienes los mejores masajes terapéuticos! ¡Por solo quince soles... tienes quince deliciosos minutos de completo relax! ¡Aprovecha, escoge cualquiera de las tres... tenemos diferentes técnicas, pero te aseguramos un completo trabajo profesional... ¡No seas tímido... los hay desde el descontracturante hasta el relajante; además, mira, aquí tenemos: el doble masaje sueco, el lomi-lomi jawaiano, hasta el rapidito japonés y el más servicio completo peruano, que es la locura de placer... ¡Entra, papito!
La verdad, lo juro por mi tercera esposa, que solo lo hice porque el puerco (cuerpo) me dolía a morir y solo buscaba un relax descontracturante inmediato. Pero este no fue suficiente y tuve que pegarme un doblete con el peruano. Sin poderme explicar -a ciencia cierta-, qué diablos ha sucedido con mi puerco; ahora me siento totalmente asado como un chancho al palo y despedazado en mil porciones sobre la camilla, la que ahora está toda doblada en cuatro y las tres están llamando desesperadamente al 911 rogando una urgente camisa de fuerza.

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