No estábamos en octubre, aquel mes
de las famosas corridas de toros del Señor de los Milagros en el coso de Acho,
sin embargo, (como siempre ocurría en mis reiterados viajes), mi extrañado sentido
común, seguía divagando entre mis nerviosos dedos antes de poder digitar las pautas
para conseguir una movilidad en el pregonado Uber de miércoles. Mientras seguía
intentándolo, durante tres horas seguidas, por fin logré subirme a una pequeña
y destartalada Cúster, donde gracias a su rechoncha conductora y a la feroz
pala mecánica que manejaba de lo lindo, me la aventó en pleno cachete
posterior, para luego ser amablemente remolcado a patadas en el atestado bus. Después
de media hora, metido entre forzados ahogos y sopores nauseabundos, no pude
hallar piso alguno; tan solo, después de subirme sobre un enano que acababa de
estornudar, pude sacar la cabeza y divisar apenas, la figura borrosa de aquel
lejano puente peatonal que cruzaba la doble pista de lado a lado; mientras que
una estentórea voz salida desde el fondo de dos pechugas insolentes que pugnaban
por escapar de sus bamboleantes hamacas, gritaba hasta hacer temblar toda la
unidad:
-“Puente de Acho, todos lo que bajan, Acho... ¡Apuren, apuren... Puente
de Acho! Bajan, bajan... con sencillo, peee, choche; po´qué nuavisa peee... A
ver, piloto, sencíyame ete biyete...”
En todo el corto trayecto dentro del bus, me
sentía un gran torero, pues la faena corrida me había resultao cerraaá; a tal punto que me llevaban en hombros, pero por
fin logré tocar piso y los ruidos del motor, exasperados por los doscientos fardos
grasientos que arrastraba a cuestas, aumentaban mi gloriosa tarde y sus
ronquidos semejaban los gritos y olés del enardecido público que pedía hasta
una oreja. Solo una brusca frenada me sacó de mis lucidas cavilaciones taurinas
para volver a mi triste realidad y dar unos cuantos pasos hasta bajar a
tropezones las gradas que deberían estar hacia la acera del lado derecho del
repleto paradero. Sí, mas, ese lado estaba repleto no solo de gente, sino, de muchas
combis, taxis, cústers y otros desesperados buses siempre
atestados de público sumamente nervioso, malhumorado y siempre descargando una
maldita agresión en la afilada punta de la lengua.
Pero esta vez, el sudoroso
chofer, con el cinturón de seguridad sobrepuesto, se había detenido en el otro
lado de la pista y su obesa compañera de chamba gritaba:
-“Bajan. Bajan, siguen bajando... ¡Apúrese! Y tenga un poco de
cuidao... A ver, cabayero... sí, tú, choche... ¡Apura pueee, papíto! No tengo
toda la mañana... ¡Arranca, arranca, chocheee...!
Estando por la media pista. Miré
hacia ambos lados antes de cruzar al otro lado, di el primer paso y por Dios
que solo sentí el acercarse el ruido violento de una moto; luego, un manotón pasó
volando a la altura de la nariz y me quedé sin lentes. Volteé instintivamente
para seguir el ruido de la moto y solo pude divisar unas figuras borrosas que se
iban perdiendo apresuradamente entre ese atestado tráfico multicolor de
violentos coches, rápidos mototaxis que iban y venían por la larga y negruzca
pista; mientras un infernal hormiguero de viandantes parecía correr por ambos
lados. Metido en todo ese barullo, tropecé en un zapato y caí estrepitosamente cuan
largo era sobre el negro y caliente pavimento seguido de varias voces que acudían
prestas para brindarme ayuda. Un tanto obnubilado por el golpe, me llevé una
mano al bolsillo delantero de la camisa roja por siaca. Me han hecho recostar
en no sé qué sitio, ni dónde diablos me hallo ahora.
Recobro mi lucidez y lo primero
que hago es pegarme una chequeada full time. Mi gris pantalón está bastante roto;
luego, reparo: solo me faltan mis queridos lentes. Me pongo en pie un tanto
temblando todavía y trato de seguir caminando nerviosamente por unas largas y
sucias calles de El Rímac, repletas de improvisados vendedores metidos en viejos
shorts y gastadas alpargatas que van y vienen ofreciendo miles de baratijas a
lo largo del puente peatonal y más allá, siguen innumerables puestos de fruta, con
estacionados carritos llenos de brebajes e infusiones que cobran vida a través
de sus vocingleros dueños y, como siempre, aparecen una y otra vez los
infaltables vendedores venecos:
-¡A la orden, jefe! Un rico
marciano de leche pura, con canela y miel... (puro floro)
Seguimos más livianos la obligada
travesía y en plena pista, junto a la vereda, miles de improvisados puestos
muestran la necesidad apremiante por conseguir algún dinero, la de obtener
alguna ayuda o aquello de mantenerse ocupado para engañar al hambre y tratar
que se pase las horas hasta el final del día y poder refugiarse en cualquier
huarique, una improvisada disco o un pobre burdel que te permita esconder tus
malditas carencias, tus mil debilidades, los resultados de tu mala suerte o el
ensañamiento del destino acarreado penosamente desde tu indeseado nacimiento.
Ya estoy cerca al Chongreso y a
simple vista, toda la merca cambia. Ahora son baratijas para las próximas
horas: miles de prendas amarillas, sombreros, bastones, flores y muchas, pero
muchas cábalas escritas en breves mensajes y artículos baratos para improvisar
el ritual de la buena suerte. La mayor parte de artilugios y chucherías son de
origen chino, donde prima un solo color en todo: ese amarillo fuerte como
presagio de lo que puede madurar y venir en oleadas de bienestar y el
advenimiento de muchas sorpresas.
Casi al terminar una de las
cuadras atestadas de festiva mercadería entre esos kioskos improvisados con
madera y cartón, se hace un espacioso vacío en una especie de garaje
acondicionado, donde tres guapas y llamativas “chicas” están a la expectativa.
A pesar de mi torpe miopía puedo ver que todas ellas lucen solo un cortito mandil
plomo con un bordado rojo en el pecho que no atino a descifrar. Una de ellas se
acerca y a boca de jarro te dice cautelosamente, pero luciendo una maliciosa
sonrisa:
-¡Joven... aquí tienes los mejores masajes terapéuticos! ¡Por solo
quince soles... tienes quince deliciosos minutos de completo relax! ¡Aprovecha,
escoge cualquiera de las tres... tenemos diferentes técnicas, pero te
aseguramos un completo trabajo profesional... ¡No seas tímido... los hay desde
el descontracturante hasta el relajante; además, mira, aquí tenemos: el doble
masaje sueco, el lomi-lomi jawaiano, hasta el rapidito japonés y el más
servicio completo peruano, que es la locura de placer... ¡Entra, papito!
La verdad, lo juro por mi tercera
esposa, que solo lo hice porque el puerco (cuerpo) me dolía a morir y solo
buscaba un relax descontracturante inmediato. Pero este no fue suficiente y
tuve que pegarme un doblete con el peruano. Sin poderme explicar -a ciencia
cierta-, qué diablos ha sucedido con mi puerco; ahora me siento totalmente
asado como un chancho al palo y despedazado en mil porciones sobre la camilla,
la que ahora está toda doblada en cuatro y las tres están llamando
desesperadamente al 911 rogando una urgente camisa de fuerza.
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