Para nadie es un secreto (entre
los pocos melómanos existentes: Cfr. mataburros urgente) que cuando nos ponemos
a disertar científicamente sobre algunos de los más recónditos tópicos de la
Música Clásica en general y de sus autores en especial, me precio ser un
completo ígnaro, por no decir un todo de asnupidez y analfabetismo en sumo
grado; pero, cosas del destino, con solo escuchar la mencionada tonada del
brevísimo Franz Peter Schubert es fácil reconocerla, hasta tararearla,
inclusive; pero que también, a la postre, después de conseguir seguirla,
inicialmente; con ese abrupto final, uno se queda tirando cintura en el aire
cual fuelle descompuesto pensando que iba a llegar al orgasmo musical infaliblemente;
pero nones, pues este brevísimo Schubert, un paupérrimo vienés nacido en una
familia de trece hijos y con un padre lindante en la miseria humana, delirante profesor
empeñado hasta el tuétano por enseñar la imposible tabla del 14 a niños de 4
años durante tres décadas, fue razón suficiente para quedar solo, triste y
abandonado por su hijo Franz; quien, para colmo de su fiel infortunio, el fatal
número 13 lo persiguió toda su miserable vida; en primer lugar, desde que
rechazó ejercer la docencia impuesta por su padre, ya que para él la tabla del
1 era imposible; además, tampoco podía restar dos menos uno, ya que la fama de
Beethoven le afectó demasiado, hasta sustraerse de por vida. Mas, luego de un
corto periodo de inspiración, pudo componer sus 600 lieds; y desde allí,
fueron vanos los reiterados intentos de publicar sus obras; ya que el
Sordo de Bonn acaparó todas las empresas marketeras del S XIX, dejándolo en el
más completo anonimato y este aficionado a tocar cosas fáciles, solo le quedó refugiarse
en sus clásicas encerronas denominadas “Schuvertiadas” a las cuales solo
acudían cuatro íntimos pelagatos los weekys, bajo la promesa de tocar algunos
viejos pianos ofrecidos por las viejas prostis del barrio, con muchos barriles
de alcohol metílico en el buche para darle empuje al asunto y, de rato en rato,
tratar de escuchar la Wanderer-Fantasie, D. 760, para piano solo
(1822) o el ciclo de lieder La bella molinera (Die schöne Müllerin) (1823),
estos últimos inspirados en poemas de Wilhelm Müller. En 1824 escribiría La muerte
y la doncella. Tal vez
como un preámbulo de los que se venía venir:
Destacar como famoso
compositor de música, mas, sus composiciones pasaban como baladas
de borrego embalado (ya se imaginan por culpa de quien); efectivamente, vivía
metido entre las piernas de sus alegres amigas y solo le quedó tapar todos sus
huecos restantes, incluyendo los de sus raídos bolsillos e ingresa a la
catedral como soprano. Y maldita suerte (su única y fiel escucha), al ver que
todo el mundo se burlaba de su aguda y fina voz, le recomendó otros pubs y allí,
por fin, pudo adquirir algo definitivo: su inseparable sífilis. En 1813 le
cambia la voz, pero solo eso; ya que únicamente solo podía cantar en tono de
bajo bien bajo y no le quedó otra que meterse de segundo violín, oficio que
tampoco le fue bien visto y lo peor, muy poco remunerado, porque tan solo le
permitió continuar con su compañera de pieza: una sífilis fulminante y como le
agarró tanto afecto, terminó por declararse mortal a corto plazo, dándole
seguridad de cajón. Para colmo de asombro, aparece su primer amor, Theresa Grob
e inicia la creación de sus principales obras. Sin embargo, incansable, regresa
su nefasto sino y solo le queda mandarse entre preludios y fugas; hasta que
recibe, vía prostis, su especial gonorrea fulminante que, para colmo de colmos,
lo remata brindándole, graciosamente, una fiebre tifoidea relámpago y
finalmente lo deja a medio camino en la culminación de una de sus principales creaciones.
Si bien el “apagado”
Franz se tiró a la Bartola, a la Theresa Grob y a una sola prima, comprobando su
esmirriado apetito sensorial y entonado más lieds a media caña, inició una gira
veloz por todas las menguadas tabernas y pulperías de la época de la señorial Viena.
Sus vanos esfuerzos lo dejaron casi exprimido, pero con algunos arrestos para
que el 30 de octubre de 1822 comenzara su Sinfonía en si menor. Y
otra vez el maldito destino quiso que, tras dos Movimientos Equilibrados -que
no le parecieron tanto-, les agregó un Alegro Moderato, muy moderato, que
luego, al verlo harto lentejo, les metió un Andante Tumultuoso, seguido por un Correteo con Moto en mi mayor, y antes de empezar el tercero, por decisión unánime de su
medio espíritu, la abandonó. El manuscrito cayó desgraciadamente a manos de su peor
amigo, Hüttenbrenner, quien se los guardó subrepticiamente por más de cuarenta
años. Este, en 1865 se los entregó al director de orquesta Johann von Herbeck, quien en diciembre de ese mismo año dirigió en Viena el
estreno de la obra incompleta.
Solo, triste y
abandonado, jodido hasta las mismísimas jotas, pero gracias a la desinteresada
sombra del “Sordo” más famoso, descubrió que el susodicho discapacitado había
inventado un aparatito que le permitía -a través de un aditamento colocado en el
aparato bucal- distinguir hasta las mínimas decimoctavas y sus 12 semitonos,
manteniendo su vigencia de macho alfa en toda Europa. Esto, una vez más, lo
sumió hasta los talones en una arrastrante bohemia interminable, llena de
delirio, sumisión y sexo… Aunque para muchos estudiosos modernos creemos que
fue uno de los primeros casos de bipolaridad, sino, veamos:
a) Nunca
pudo llegar al clímax… musical: siempre se quedaba entre los preludios y las
fugas;
b) Sus
relaciones con ambos sexos siempre fueron esporádicas, extremas e inseguras;
c) Vivió
extremadamente: siempre estuvo entre la sífilis y la gonorrea;
d) Una
media tifoidea lo deja a medio camino de completar su Inconclusa;
e) Los iniciados y viejos fans, en el fondo, seguimos
admirándolo; pues casi siempre nos quedamos, como él, entre satisfacerla o no;
dejándola inconclusa… nuestra admiración.
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