Últimamente estaba llevando una vida de perro o mejor diré: estaba
sometido a disminuir drásticamente mis cuantiosas comilonas, hasta terminar solo
probando una comida muy perra -en el peor sentido perruno-, gracias a la exigente
y reiterada dieta recetada por los cinco gastrólocos del SIS, consultados en
los últimos seis meses de ayuno: Metformina, fueron sus unánimes y científicas
respuestas, en sus variedades: desayuno, almuerzo y postre. La razón causante
de mi desgracia comilónica fue una fulminante diabetes grado 3, que me agarró
desprevenido después de haber subido algunos kilitos demás (de 84 a 99,
descalzo y totalmente calato) lo que me había convertido en un voluminoso
tanque que rodaba pesadamente, causando fuertes terremotos entre mis choches;
los cuales, en menos tiempo que un cura renuncia a sus apetitos culi-narios,
vieron que Yoni, un muchacho de 1.80m, atlético y bien parecido (a un viejo
vecino nuestro), más semejaba un gigantesco balón de playa recontra inflado; a
tal punto que mi chaplín sonaba en las esquinas como “El Won Zeppeling”, o tan bien conocido como el popular “Lima
Gas”. Y necesariamente tuve que acudir a un médico nutricionista:
-Oiga, joven, ¿qué diablos está comiendo para que en pocas semanas
reviente de buena salud?
-Lo de buena salud… ¿lo dice en broma o por jo…lestar?
-No. No se moleste. Porque tengo una flaca, atendiéndola por casi 30
meses, que pesa 43 kilos… !Y no puedo hacerla subir un solo gramo! Bueno,
veamos ¿en qué consiste su milagrosa dieta?
Y después de contarle un poco sobre mis preocupaciones, la ansiedad
permanente en la que vivía y el desfile de viandas que circulaban durante todo
el día -de todos los días-, me hizo un análisis de la insulina y vio que esta
chica se había enamorado dulcemente hasta el poto, haciéndome perder las líneas
verticales y convertirme en un imponente Michelín andante y me metió 6 tabletas
de Metfor durante las 24 horas de cada día.
Todo hubiera estado de la más normal como es: descontar harinas,
restar chocolates y nada de azúcar industrial; tampoco, aquello de: olvidarse
de las frituras, rechazar el trago y hacer mucho ejercicio. Sin embargo,
después de 8 días, (¡imposible de olvidarme!). Pues, ¡maldita sea!, empecé a
caminar más estirado que nunca, pleno de un embalonamiento asesino que empezó a
llenarme de ingratas e inoportunas sorpresas: fueron reventando uno a uno los
botones de la cada nueva camisa y, para colmo, en toda una ceremonia de
graduación, en la cual llevaba un terno gris oscuro (negro presentimiento de lo
que iba ocurrir), salieron disparados los botones de la camisa, dejando descubrir
unos vellos comprometedores por su apariencia, sobre la inmensa pipa que estaba a punto de reventar.
Y efectivamente, reventó;
porque al instante, apenas me serví unos cuantos pastelillos dulces y con un
poquito de grasa, pensaba; se desató una serie incontrolable de gases y, lo
peor, no eran de los “patacalas” o silenciosos, sino, que parecía que, afuera,
en el atrio, estuvieran reventando una estruendosa sarta de gigantes cohetes
festivos y tuve que ir retrocediendo furtivamente (mismo Michael Jackson y su
pasito en la luna), para que no se escuchen los traicioneros disparos atacando
directamente al círculo de íntimos amigos y amigas con los que departía
solemnemente una tertulia muy amena. Traté de toser fuerte y en forma seguida
para aplacar la furia intestinal, pero, con tal empeño, que se me cayeron mis
lentes. No me quedaba otra cosa que agacharme para recogerlos y allí vino el
acabose: un disparo de cañón habría ocasionado menor estruendo y menos
víctimas: todos voltearon al unísono buscando el lugar de dónde partía el
pedante disparo. Tuve que esconderme detrás de una señora muy gorda y
encopetada, quien fue mi refugio y salvación momentánea, porque, unos segundos
después todo el grupo extrañado y pálido, se dispersó en forma violenta
tratando de cubrirse las fosas nasales gravemente heridas.
Así las cosas, en continuas ocasiones, (tanto mi barra brava como su
hinchada), seguían igual o peor; pero, por lo común, me volvían un balón
gigante de gas y aquella vida se tornaba insoportable e irrespirable. Recurrí a
otro especialista y me recetó 10 gotitas de Gaseovet cada vez que no quisiera
generar estampidas. A los tres días, se me acabó la dotación comprada al por
mayor. Luego, me cambiaron 10 recetas y nada. Realmente era el Zeppeling a
punto de estallar permanentemente. Luego, vinieron las hierbas: que el mate de
coca es lo recomendable del caso; no, porque la hierba buena cumplía su
cometido; pero mejor resultaba una buena infusión de Muña ; pero sus efectos
eran muy pasajeros.
Desesperado y cuidando de no herir susceptibilidades, en especial de
aquellos inocentes, quienes iban a la retaguardia, después de algún tiempo me
acordé de los remedios caseros de mi Abue Teresa: “El anís es lo mejor para curar
los gases”. Y dicho y hecho, me compré un kilo de dichos granitos y
efectivamente, resultaron ser muy seguros tomados en infusión. Sin embargo, el
“Loco Mateo”, mi choche del alma me dijo:
-Oye, Balón, y ¿por qué no te tiras una tacita de té con una copa de
anisado? No ves que es el concentrado de dicha semillita… ¡Es mucho más
efectivo… y si le metes 2, será mejor!
Muy atento a las recomendaciones de mi amigo empecé mi cura agregando una copita al té del desayuno;
igualmente, dos, después del almuerzo y tres más después de la cena. El asunto
aerostático había mejorado significativamente; salvo cuando ingería algún
producto lácteo, en cuyo caso, aumentaba la dosis a cuatro o diez copitas. Hoy
creo que voy en camino a mi cura total: he invertido el asunto y por cada taza
de anisado le echo una cucharadita de té y puedo agacharme con toda confianza y
sin ningún peligro; aunque, por siaca, voy a duplicar la dosis, del anisado, me
refiero…!Y que sea del puro!
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