lunes, 10 de octubre de 2016

EL ANÍS, REMEDIO INFALIBLE


Últimamente estaba llevando una vida de perro o mejor diré: estaba sometido a disminuir drásticamente mis cuantiosas comilonas, hasta terminar solo probando una comida muy perra -en el peor sentido perruno-, gracias a la exigente y reiterada dieta recetada por los cinco gastrólocos del SIS, consultados en los últimos seis meses de ayuno: Metformina, fueron sus unánimes y científicas respuestas, en sus variedades: desayuno, almuerzo y postre. La razón causante de mi desgracia comilónica fue una fulminante diabetes grado 3, que me agarró desprevenido después de haber subido algunos kilitos demás (de 84 a 99, descalzo y totalmente calato) lo que me había convertido en un voluminoso tanque que rodaba pesadamente, causando fuertes terremotos entre mis choches; los cuales, en menos tiempo que un cura renuncia a sus apetitos culi-narios, vieron que Yoni, un muchacho de 1.80m, atlético y bien parecido (a un viejo vecino nuestro), más semejaba un gigantesco balón de playa recontra inflado; a tal punto que mi chaplín sonaba en las esquinas como “El Won Zeppeling”,  o tan bien conocido como el popular “Lima Gas”. Y necesariamente tuve que acudir a un médico nutricionista:
-Oiga, joven, ¿qué diablos está comiendo para que en pocas semanas reviente de buena salud?
-Lo de buena salud… ¿lo dice en broma o por jo…lestar?
-No. No se moleste. Porque tengo una flaca, atendiéndola por casi 30 meses, que pesa 43 kilos… !Y no puedo hacerla subir un solo gramo! Bueno, veamos ¿en qué consiste su milagrosa dieta?
Y después de contarle un poco sobre mis preocupaciones, la ansiedad permanente en la que vivía y el desfile de viandas que circulaban durante todo el día -de todos los días-, me hizo un análisis de la insulina y vio que esta chica se había enamorado dulcemente hasta el poto, haciéndome perder las líneas verticales y convertirme en un imponente Michelín andante y me metió 6 tabletas de Metfor durante las 24 horas de cada día.
Todo hubiera estado de la más normal como es: descontar harinas, restar chocolates y nada de azúcar industrial; tampoco, aquello de: olvidarse de las frituras, rechazar el trago y hacer mucho ejercicio. Sin embargo, después de 8 días, (¡imposible de olvidarme!). Pues, ¡maldita sea!, empecé a caminar más estirado que nunca, pleno de un embalonamiento asesino que empezó a llenarme de ingratas e inoportunas sorpresas: fueron reventando uno a uno los botones de la cada nueva camisa y, para colmo, en toda una ceremonia de graduación, en la cual llevaba un terno gris oscuro (negro presentimiento de lo que iba ocurrir), salieron disparados los botones de la camisa, dejando descubrir unos vellos comprometedores por su apariencia, sobre  la inmensa pipa que estaba a punto de reventar.
 Y efectivamente, reventó; porque al instante, apenas me serví unos cuantos pastelillos dulces y con un poquito de grasa, pensaba; se desató una serie incontrolable de gases y, lo peor, no eran de los “patacalas” o silenciosos, sino, que parecía que, afuera, en el atrio, estuvieran reventando una estruendosa sarta de gigantes cohetes festivos y tuve que ir retrocediendo furtivamente (mismo Michael Jackson y su pasito en la luna), para que no se escuchen los traicioneros disparos atacando directamente al círculo de íntimos amigos y amigas con los que departía solemnemente una tertulia muy amena. Traté de toser fuerte y en forma seguida para aplacar la furia intestinal, pero, con tal empeño, que se me cayeron mis lentes. No me quedaba otra cosa que agacharme para recogerlos y allí vino el acabose: un disparo de cañón habría ocasionado menor estruendo y menos víctimas: todos voltearon al unísono buscando el lugar de dónde partía el pedante disparo. Tuve que esconderme detrás de una señora muy gorda y encopetada, quien fue mi refugio y salvación momentánea, porque, unos segundos después todo el grupo extrañado y pálido, se dispersó en forma violenta tratando de cubrirse las fosas nasales gravemente heridas.
Así las cosas, en continuas ocasiones, (tanto mi barra brava como su hinchada), seguían igual o peor; pero, por lo común, me volvían un balón gigante de gas y aquella vida se tornaba insoportable e irrespirable. Recurrí a otro especialista y me recetó 10 gotitas de Gaseovet cada vez que no quisiera generar estampidas. A los tres días, se me acabó la dotación comprada al por mayor. Luego, me cambiaron 10 recetas y nada. Realmente era el Zeppeling a punto de estallar permanentemente. Luego, vinieron las hierbas: que el mate de coca es lo recomendable del caso; no, porque la hierba buena cumplía su cometido; pero mejor resultaba una buena infusión de Muña ; pero sus efectos eran muy pasajeros.
Desesperado y cuidando de no herir susceptibilidades, en especial de aquellos inocentes, quienes iban a la retaguardia, después de algún tiempo me acordé de los remedios caseros de mi Abue Teresa: “El anís es lo mejor para curar los gases”. Y dicho y hecho, me compré un kilo de dichos granitos y efectivamente, resultaron ser muy seguros tomados en infusión. Sin embargo, el “Loco Mateo”, mi choche del alma me dijo:
-Oye, Balón, y ¿por qué no te tiras una tacita de té con una copa de anisado? No ves que es el concentrado de dicha semillita… ¡Es mucho más efectivo… y si le metes 2, será mejor!
Muy atento a las recomendaciones de mi amigo empecé mi cura agregando una copita al té del desayuno; igualmente, dos, después del almuerzo y tres más después de la cena. El asunto aerostático había mejorado significativamente; salvo cuando ingería algún producto lácteo, en cuyo caso, aumentaba la dosis a cuatro o diez copitas. Hoy creo que voy en camino a mi cura total: he invertido el asunto y por cada taza de anisado le echo una cucharadita de té y puedo agacharme con toda confianza y sin ningún peligro; aunque, por siaca, voy a duplicar la dosis, del anisado, me refiero…!Y que sea del puro!



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