Después de muchos siglos y
cargando mucha expectativa en la mochila, hoy tuve el atrevimiento de colgarme
en una “Cúster” de servicio público y aquello de colgarme resultó cierto porque,
parado y haciendo equilibrio en una sola pata sobre el cm. cuadrado que me
dejaron en el estribo por cuadra y media, me hicieron estirar mecánicamente el brazo y
pronto sentí un pavoroso chillido que me destempló hasta los calcetines. La
cobradora me levantó en vilo, me metió un caderazo que me empotró, cual inerte costal
de papas, sobre el siguiente peldaño. Tomó el otro pasamanos, respiró
profundamente y me pegó otra pechada que me metió, doblado en dos, hasta el
siento del chofer no sin antes ser sacudido por su grito estereofónico metido
hasta el yunque en ambas orejas que me sacó del anonimato:
-Suben, suben! Sube pue, papito y
agárrate fuerte que aquí yo te doy una manito!
-Guarda, guarda mamita… y sube la
mano que estoy calato, pero aquí está mi sencillera! ¡Estaba! Mi temperatura ´zero
grados´ se quedó varada en la calle; ahora, chorreaba hasta mi sacro a cien
nudos por hora y ya creía que mis lanchas estaban totalmente inundadas e sudor.
Intenté sacar mi pañuelo pero tampoco hallé el bolsillo ni pantalón alguno. Recién
comprendí que estaba flotando entre los apretones de la muchedumbre y que
estaba con las piernas desnudas. Quise respirar un poco de aire, pues me
ahogaba de incertidumbre y solo lograba inhalar un calor asfixiante en una
mezcla maldita de regüeldos del fin de semana con toneladas de queso malogrado,
amarrados a un hedor tan espeso que se podía cortar en pedazos. Estiré el
cuello cuanto pude y solo pude alcanzar a leer: Capacidad de 25 pasajeros;
¿cómo? Pero, si aquí hay cincuenta galifardos! Sin contar las cinco guaguas de
pecho ni las veinte bolsas de cemento arrumadas… o las 30 carteras tamaño
familiar, ni los cinco cochecitos de bebé, también se me escapaban, del rápido inventario,
las herramientas de trabajo y aquellas recias matronas que se manejaban doble
carrocería y eran intocables porque causaba espanto el solo imaginarse en su
delante, so pena de morir estrangulado por el incontrolable vaivén de sus
chichizotas. Traté de encontrar el piso después de repartir full codazos,
rodillazos y cabezazos a diestra y siniestra; mas la sonora y potente voz de
María Callas chalaca retumbaba en cada esquina: -Suban, suban… que el carro
está vacío… avancen por su derecha… que en el fondo hay sitio! Y, efectivamente,
la gente, obediente, lo hacía.
Por fin logré pisar algo duro, y solo
después de media hora me pude enterar que se trataba de mi vieja lonchera que
siempre la llevaba para aparentar que en mi casa me atendían de lo más bien. Seguía
tomado del pasamanos de junto al techo con ambas manos y trataba de silbar
alguna canción para hacer mi viaje más ameno; sin embargo, pude reparar que
todos los ojos, absolutamente todos, tenían un destino común: mis arrastrados
pantalones. Y lo peor, esas miradas estaban clavadas en la desnudez de mis
bajos fondos. Continué silbando para no ser la nota discordante y, mirando
nerviosamente a todos los lados, tuve que recoger rápidamente mi roja vergüenza,
mostrando una disimulada tranquilidad que solo logró entreverar más mis pisoteados
pantalones y demorarme una eternidad para subirlos; mientras también pugnaba
por cambiar de género musical tratando de silbar “El sonido del Silencio”
fingiendo una disimulada indiferencia.
Pero tan solo era el primer round
de mi aventura sideral. Después se me vino la noche: estaba tan empotrado en el
fondo que de rato en rato, parecía perder el conocimiento por el olor a
multitud de la pujante masa viajera. Por fin logré conseguir algo de
estabilidad, la que me permitió observar la constitución de la carga viajera,
además de lo ya descrito. Sí, la mayoría de personas sentadas eran huerfanitos…
porque le faltó un poncho a su madre y finalmente… los tuvo que parir.
Efeitivamente, estos hijos de padre desconocido estaban tan atareados… jugando
en sus celulares que jamás levantaron la vista, pero eran universitarios, je,
je.
Había transcurrido media hora de
viaje y llegando a una esquina, seguramente el GPS los hizo levantar como
resortes y bajaron en tropel.
-Oye, wuona, has estudiao mate?
-¡Tas tú? Tuavía no sé lo ques
estudiar!
-¿Y cómo le haces, wona? Qué yo
sepa… nunca has jalado!
-Capa, pue, mi´hijita. El won del
profe es tan tío que nunca se da cuenta que le´stamos plagiando!
-¿Le´stamos?
-Claro pue, wona! La cuestión es
dar en equipo! Pero, baja, baja… que ya llegamos!
Llegó a mi sitio, otra vez, esa imborrable cadera, para cobrar el pasaje.
Metí la mano al bolsillo donde guardaba mi sencillera y no la encontré. Miré
con estupor mi lonpa y allí miré otra seña imborrable: un fino tajo por donde
abrieron camino hasta mi calzoncillo. Me debo haber puesto verde-limón, porque
la cara de la cobradora me acuchilló gritando: -Seguro que me vas a decir que
te han tirado la plata… ese cuento es viejo, papito! Sacas la plata o te bajas!
Al toque, choche!
-Pero, señorita, no ve el corte
que me han pegado… seguro que por ahí, han saca…
-Juira dihay! A otro perro con ese
hueso! Baja, nomá, papito! Choche… para el carro!
Y me bajé morado de indignación y
sin un centavo en el bolsillo. En la esquina, para colmo de males, tres
chiquillos me cuadraron pistola en mano y solo pudieron quitarme la poca ropa
que me quedaba. Después de esconderme en un baño toda la tarde, donde seguramente
había tomado el fuerte Varón Dandy de aquel repugnante sito y mucho después,
casi a la media noche, un viejo chofer de camión que transportaba chanchos se
compadeció de mi estado casi putrefacto, me mando a la tolva y pudo acercarme
hasta muy cerca de mi casa, pero, cosa rara, en todo el trayecto, aquellos puercos
animalotes se voltearon dándome el trasero y tapándose la trompa con una de sus
patas… ¿ acaso sería porque yo era totalmente desconocido para ellos? Sin
embargo, después de meditar mucho, estoy firmemente convencido que aquellos
marranos tuvieron una actitud muy cochina; sí, señor, aquello fue una verdadera
cochinada de su parte!
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