La intempestiva
frialdad que acuchillaba todo el cuerpo eran sables de hielo que atravesaban
brutalmente todo el abrigo que traía encima. Esta feroz e inusual nevada
parecía congelar hasta el pensamiento y las seis heladas campanadas de la
catedral parecían acrecentar la ventisca que azuzaba el miedo de saber que
estábamos soportando las semanas más frígidas del invierno. Para colmo, las
pesadas nubes habían descendido hasta besar las húmedas veredas causando una
pobre visibilidad y las tres majestuosas montañas que destacaban mi famoso
suelo serrano también amanecieron cubiertas con un increíble poncho
exquisitamente blanco que no solo pintaban sus cumbres de inmaculado hielo;
sino que la nieve las cubría amorosamente hasta sus extensas y azuladas
“faldas”.
Una vez más, me levanté
tempranito para efectuar mi rutina de costumbre. Momentos antes, exactamente a
las cinco y quince mi reloj biológico me ´halaba de las patas´ y tenía que
“botarme” de la cama para terminar de despertar y hacer consciencia. Me puse en
pie e inmediatamente me santigüé. Me despojé del piyama y, tal como vine al
mundo, me dirigí al baño contiguo. Estaba firmemente convencido de haber
abierto la puerta, pero aquel choque frontal me gritaba en la cara: -Tas
cojudo, despierta de una vez por todas. Retomé el camino de regreso y procedí a
vestirme.
Tenía que
colocarme ´obligatoriamente´ el buzo de los miércoles y buscaba afanosamente
las respectivas zapatillas. Se habían hecho humo (se fueron con el humo de mis
patas…(pensaba) y solo, me mordía los labios tratando de sonreírme para
preparar un buen inicio del día). Me agaché violentamente para verificar si en
la caja de zapatos las había depositado el día anterior y un golpe seco me
dijo: -Stop, chato, a medio camino. No había encendido la luz y aquel maldito
banco imposible apareció para romperme el alma, justo es el único trayecto de
mi cabeza. Apreté el interruptor y un hermoso chichón se agitaba con cada
latido como diciéndome estoy vivito y... jodiendo! (Este era otro Misticito y
solo de mi propiedad, me dije para darme ánimo). Después de buscarlas por todo
sitio posible, me acordé que las había dejado en el patio, situado a dos
kilómetros y medio de mi cuarto. Tenía que ponérmelas… porque eran las de los
miércoles. No podía ser de otra manera, pues tenía que ser así, sí o sí, pues
era lo que menos exigía mi noble terquedad de siempre. Un fuerte y helado
viento detuvo mis primeros pasos y me delató en medio del patio ataviado solo
con un miserable bóxer. Bajé la vista y recién reparé que estaba ´patacala´ y
el frío de los pies me taladraba hasta el fondo de mi cerebro.
Por fin estaba
listito para iniciar la marcha, me persigné y dando un portazo abandoné la
casa. Ya había avanzado una media cuadra, cuando reparé que no había sacado el
carné de ingreso y, sin el documento, misión imposible! Volví un tanto
presuroso por la senda transitada y quise sacar la llave para ingresar hasta mi
mesa de noche para tomar mis documentos. ¡Maldita sea! Tampoco la pude encontrar.
Toqué el timbre repetidas veces. Mi mujer, digo, mi patrona me espetó
dulcemente: -Cómo mierda no te das cuenta de lo que llevas antes de salir? ¿Y
si yo no estuviera? ¿Qué sería de tu vida, huevón olvidadizo! Y haciendo una
mueca de desprecio me la alcanzó, no sin antes pegarme una mentada de padre y
señor mío.
Me retiré
tranquilo a pesar de las circunstancias vividas y de las maldiciones recibidas.
Doblé la esquina y con un tranco apurado quería llegar cuanto antes al hermoso
ambiente del club donde podía trotar tranquila y apaciblemente. Levanté la
vista y allí estaban nuevamente: los tres imponentes vestidos de blanco-nieve.
El viento, de pronto, lanzó una helada bocanada brumosa; metí automáticamente
las manos en mis acogedores bolsillos de la casaca y quería meterme todo
entero. Me encimé la capucha y cerré su seguro por debajo del mentón.
Crucé la avenida
más grande que parecía tener dos carriles en cada lado, pero los conchudos
milicos hacían que fuera de tres ocupando no solo las bermas, se tiraban hasta
las veredas y… bien gracias!
-Qué tales hijos
de María… y ¿por qué diablos la grúa no se
lleva sus carros? Claro, es la ley del embudo. -Pero ya verán cuando sea
general de la PM! Traté de ganar al semáforo y me atropelló un camión de tres
pisos, pues me pareció chocar contra un muro. Había tropezado groseramente con
una mujer espectacular, pues se manejaba una carrocería inmensamente ancha de
manufactura artesanal; estaba envuelta entre veinte polleras, dos mantones y
una bufanda que la arrastraba hasta tomar la pista. Sin querer, pisé aquella
larguísima prenda y casi ahorco a la fulana quien se bamboleó como un trompo
hasta caer sentada cual pesado saco de papas sobre mi endeble esqueleto. –Oiga!
So pedazo de animal, no se da cuenta que estoy estirando mi mano para detener
mi colectivo? Debes estar borracho para no verme… ayúdame! Qué esperas, caballero
zonzo!
Buscando
conservar integridad, después de aquel atropello ferroviario, llegué congelado y
castañeteando todo el costillar hasta la portería del club y… sorpresa mayor: encontré
un nuevo y descomunal cuidante. –Oiga, pa´dónde va? ¿Acaso no sabe que tiene
que identificarse…usted debe ser nuevo! ¿O quiere meterse de refilón en nuestra
querida institución? A ver… saque su carné… y muéstremelo! Que aquí hay un
montón de sivergüenzas como usted…bien sabe, que se quieren meter!
Busqué por todos
los rincones de mi buzo hasta llegar afanoso a mis prendas más íntimas.
-Ah! Todavía es
degenerado este viejo mentiroso… queriendo ser socio del club, noooo?
Me aguanté, pero tuve que regresar con las
piernas metidas en el rabo. Sí, no era al revés. Quise nuevamente sacar mi
llave pero no la encontraba; luego, busqué por todos lados mi celular para
pegar una llamadita de real emergencia; tampoco estaba. Finalmente, quise
encontrar mi aquel
Golpeé
desesperadamente la puerta de mi domicilio despertando las protestas de todos
mis vecinos de la cuadra menos de la susodicha y, sin embargo, como si fuera un
acto de magia, el portón se abrió de par en par y un gran alivio veía venir.
Entré un tanto azorado al comedor buscando sitio para poder descansar un
momento y luego, más tranquilo, retomar la rutina de todos los días. De pronto,
una feroz tromba ingresó rampante y me increpó:
-¿Qué haces aquí
y a estas benditas horas? Si recién está amaneciendo… Ni siquiera han aparecido
los primeros rayos de sol y seguro, todavía quieres que te sirvan el desayuno a
la boquita, nooo? Huiflas!... Pájaro
madrugador! Anda a acostarte… y no jodas más! Qué caray!
La miré
directamente a los ojos. Me levanté de la silla y sin decir palabra alguna,
volví a la calle. Allí estaban los tres caballeros firmemente inhiestos,
solemnes e imperturbables. Seguí mirándolos y fríamente les pregunté:
-Y así, con esta
nevada de mierda, creen que estoy loco y todavía esperan que me sienta bien?
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